sábado, 24 de agosto de 2013

"En el espacio no hay sonido" - Capítulo 3.

CAPÍTULO 3

A aquellas alturas de su vida, a Oak ni se le había pasado por la cabeza volver a verse entre la espada y la pared. Le quedaban unos pocos meses para cumplir los 42; pero se sentía terriblemente viejo y cansado, como si aquella situación fuera más apropiada para alguien con la mitad de inviernos que él.
   A diferencia de Lawrence, Oak no estaba colérico; ni siquiera especialmente indignado. Sin embargo, la idea de volver a trabajar para el gobierno, aun sin ser entre las filas del ejército, le provocaba un enorme agotamiento mental.
    La vida de escolta de seguridad no podía calificarse de privilegiada, mucho menos de estimulante; pero las noches de sueño ininterrumpido compensaban con creces todo esto, incluso  los interminables turnos y el sueldo paupérrimo. Al menos para él. Ni tan siquiera era un trabajo especialmente peligroso; las pequeñas naves piratas a penas se acercaban a un carguero  bien protegido y Oak había olvidado cuál fue la última vez que los cañones del Fulgor Esmeralda dispararon una salva de advertencia. Incluso llegó a temer que la falta de uso acabara por deteriorarlos.
     No era el rumbo más gratificante que podía haber tomado en su vida; pero era el que había escogido varios años atrás, y cambiarlo no entraba en sus planes.
    Claro, a veces se olvidaba de que sus planes tenían la fea costumbre de irse al traste tarde o temprano. Concretamente, los suyos tardaron diez años en hacerlo.

    Después de la reunión y hasta bien entrada la noche, Oak apenas vio a Lawrence, lo cual agradeció. El comandante se había recluido en su camarote para revisar la base de datos. Oak pensó en ayudarle, o estar presente al menos; pero no podía quitarse a Magrog de la cabeza. ¿Cómo podía decirle todo aquello? Nunca había manejado muy bien el arte de dar malas noticias. Además, el chico había puesto todas sus ilusiones en trabajar como uno más de la tripulación del Fulgor. Peor aún: había confiado en Dale Virta incondicionalmente durante los últimos meses para que fuera así. La decepción de Mag se le clavaría como un puñal helado.
    Buscó al chico en las dependencias de los empleados, dentro del espaciopuerto, pero no lo encontró por allí. Decidió ponerse en contacto con él a través del term.  Mag respondió a la llamada casi al instante.
    —¡Eh, Oak!—. El rostro de Mag apareció en pantalla con una luz verdosa. Había mucho ruido de fondo y bastante movimiento de personas a su espalda. El chico respiraba entrecortadamente, tenía perlas de sudor en la frente y sonreía con plenitud — ¿Ya has acabado con tu reunión?
    —Sí, hace ya un rato de eso.
    Por la decoración del lugar, Oak dedujo que se trataba de una de las tascas de un pueblo de los alrededores. Machowski, Northpeak; tal vez Red Plains, a juzgar por las astas de venado que decoraban las paredes.
    — ¿Dónde estás?
    —Pues en un antro, como puedes ver.— Mag apartó el term de su rostro y realizó una corta panorámica del lugar. Oak reconoció a varias caras familiares de la tripulación revoloteando frente a la cámara—. La bebida está aguada y se respira más humo que en una fundición; pero se está bien.
    — ¿”Los chicos”?— Oak soltó una leve carcajada—. Vaya;  me alegra que hayas roto el hielo con tanta rapidez.
    —Son ellos los que han insistido en que venga. Te habrían enrolado a ti también si hubieras estado localizable. —  Mag miró hacia ambos lados y se alejó un poco del barullo. La cámara daba bandazos terribles a cada paso—. Y de eso quería hablarte, ¿qué tal ha ido el encuentro?
    —Mal. No creo que sea el mejor momento para darte detalles.
    Mag enmudeció por un momento. Sus labios ya no sonreían. El frío puñal ya empezaba su larga travesía hacia el corazón de Oak
   — ¿A qué te refieres con “mal”?— preguntó el chico con voz queda— Creía que habías dicho que iba a ser un trámite protocolario, o algo así. — De repente, Mag pareció cavilar. — Tiene que ver conmigo, ¿verdad?
    Oak negó rotundamente. Aquella reflexión del chico le pilló desprevenido y le hizo arrepentirse de haber abierto la boca con tanta rapidez.
   — ¡No! Para nada. ¿Por qué iba a tener que ver contigo?— suspiró—. Escucha: no quiero agobiarte. Preocúpate sólo de pasar un buen rato, ¿de acuerdo? Yo estaré aquí, en el puerto. Cuando vuelvas te lo contaré todo más tranquilamente.
    Colgó y volvió con parsimonia a la nave. Echó un breve vistazo desde el exterior y vio luces en el puente y en las pequeñas ventanas correspondientes al camarote del comandante. El suyo no tenía ventana alguna y desde luego era mucho menos espacioso que el de Lawrence. No podía quejarse; después de todo, el resto de la tripulación dormía conjuntamente en literas de un tamaño desafiante para la estructura ósea de un humano.
    La puerta de sus aposentos se deslizó con lentitud, dejando paso a un denso olor a cueva. En efecto, Lawrence había cortado la ventilación del camarote para ahorrar gasto de energía al soporte vital durante su ausencia.
    —Las viejas costumbres, ¿eh, Victor?
 En el interior, sus cosas seguían donde estaban, como era de esperar. Tampoco era un hombre muy dado a acumular chismes inútiles en su habitación. Mientras que Victor tenía su camarote abarrotado de insólitos trofeos bélicos y demás ornamentos, él tan sólo contaba con un pequeño estante improvisado cerca del cabecero de su cama. Únicamente tres objetos descansaban sobre él: una foto familiar, un libro viejo y una lámpara de microimpulsos que parecía haber dejado de funcionar. Oak intentó  con poco éxito devolverle la vida a base de golpecitos en la base. Aquéllas eran las mayores concesiones decorativas en la que se había convertido en su morada a lo largo de los últimos cinco años. Para su gusto, no necesitaba más. Salvo una lámpara nueva, claro.
    —Oye, Yana— habló al intercomunicador junto a la puerta sin desprender el dedo del botón rojo—: me parece que no voy a bajar a cenar. No me esperes, ¿vale?
     Dos minutos después, supuso, era el único ser morando en la nave exceptuando a Lawrence, que aguardaba silenciosamente en sus estancias. A éstas sólo se podía acceder a través de unas escaleras de caracol al final de aquel mismo pasillo. Oak  demoró deliberadamente su partida, bien ojeando el viejo libro de la repisa, bien usando el terminal de su escritorio para ver qué se cocía en la omnired. El mundo seguía girando igual, y un viejo comandante empezaba a impacientarse. Al final, subió las escaleras de caracol, haciéndolas tambalear a cada escalón que pisaba. Lo hizo, de nuevo, con una lentitud meditada, sabiendo qué tipo de conversación estaban a punto de tener él y el comandante.
    Eran las 22:02 de la noche cuando llegó al último peldaño.
    El comandante estaba tirado sobre su vieja butaca y con su brazo negro apoyado en el enorme escritorio. Tenía la mirada fija en un punto inexistente, y apenas se inmutó cuando Oak apareció por las escaleras. Frente a él, la pantalla de su ordenador iluminaba su rostro como una mortaja azulada.
    No hacía falta ser un experto vidente para ver el conflicto interno del comandante. Tal y como había predicho, después de repasar la información que Trana había cargado en la base de datos de la nave (aparentemente saltándose todos los firewalls de seguridad sin ningún problema),  Lawrence se había quebrado como una brizna de yesca. Oak se sentó sobre el escritorio y entrelazó las manos sobre su regazo. Victor tardó unos instantes en emitir sonido alguno.
    — ¿Sabes por qué dejé el ejército, Dale?
    Oak se encogió de hombros.
    —Lo cierto es que nunca me lo has dicho.
    — ¿Por qué crees tú que lo hice?
    Fingió cavilar por unos instantes.
    — ¿Por el Fulgor? No lo sé, Victor.
    Lawrence profirió una sonora carcajada, tan fuerte y repentina que Oak se sobresaltó un poco. Luego suspiró y se recostó un poco sobre la butaca.
    —Llevo diciéndome eso mismo desde hace diez años. Ahora sé que sólo lo hice porque podía, sin valorar ninguna de las variables. — Su puño mecánico se cerró—. Como he hecho siempre.
    El silencio se asentó entre ambos, y Oak no se sentía con ánimos para añadir nada a aquello.
    —Se me han pasado muchas cosas por la cabeza a lo largo de estas horas— continuó—, algunas muy descabelladas.—Miró a su compañero a los ojos— Estoy muy mayor, Dale; ya no sé si quiero volver a cabrear al Consejo.
   —Entonces… ¿has tomado ya una decisión?— inquirió Oak.
  Se escucharon pasos en el corredor de abajo. Aunque era relativamente difícil que les escucharan con el tono que estaban utilizando, Lawrence hizo una breve pausa, hasta que las pisadas desaparecieron.
   —He estado repasando esos archivos toda la tarde, buscando alguna excusa, cualquier laguna para convencerme a mí mismo de que no merece la pena embarcarnos en esto. Pero esa gente ha pensado en todo, Oak: nos darán inmunidad diplomática, nuevos armamentos, equipo, etc. — Se incorporó en su silla y acercó su rostro curtido al de Oak—. Con todo eso; no es una decisión que quiera tomar solo.
    Oak abandonó la mesa y empezó a caminar sin rumbo por el habitáculo.
   —No puedes pedirme eso.
   — ¡Eres mi segundo de a bordo!— dijo Victor con cierto aire de reproche—. Tienes mucho que decir en esto.
   —Lo que tengo que decir ya lo sabes de buena mano: no trabajaré para Quisade Bettany nunca más. — Oak señaló a través de una de los las ventanas. Aunque el cristal estaba sucio y oscuro, podía distinguirse el emblema de Roark Industries plasmado en la pared interna del hangar—. Ellos son mis jefes ahora, y es así porque yo lo decidí.
   —Roark nos ha abandonado a nuestra suerte. — Los ojos pálidos de Lawrence centelleaban de irritación—.  Sí, te reubicarán si permaneces en su plantilla, pero ya han dejado claro que no les importamos una mierda. ¿Todavía quieres seguir trabajando para esas personas?
    El volumen de la conversación estaba alcanzando niveles peligrosos; Oak intentó rebajarlo, aunque no con demasiado éxito.
    —Te hago una pregunta, Victor— dijo, procurando usar el tono más conciliador posible—: ¿qué crees que hará el gobierno cuando este programa termine? ¿Devolverte la nave y hacer como que nada ha ocurrido en estos diez años? ¡Piensa un poco, por Dios!
    — ¿Y qué quieres que haga?—repuso Lawrence, encogiendo sus anchos hombros—. ¿Quedarme sentado y perder mi nave ahora mismo? ¿Hacer lo que estás haciendo tú?
   —Quiero que razones un poco; eso es todo.
   — ¿Que razone? ¿Yo?— Lawrence soltó una carcajada irónica—. El único que no entra en razón aquí eres tú. — Volvió hacia la mesa y posó ambas manos sobre ella, dándole la espalda a Oak—. Voy a ser tajante con esto: ¿estás conmigo, o no?
   Ambos permanecieron en silencio durante unos segundos, cada uno a un lado opuesto de la habitación, como si compitieran en un igualado pulso mental.
   —Después de lo que hice por ti…— Victor se mordió la lengua—. Me lo debes, Dale.
   Los ojos de Oak se posaron en el brazo biónico de Lawrence. Negro y artificial. Pudo haberse sentido culpable y dejar que ese sentimiento le hiciera ceder y aceptar la oferta por mero adeudo.
   Pudo, pero no lo hizo.
   —Lo siento; no puedo aceptarlo — concluyó.
    El comandante dio media vuelta y le observó directamente. Su boca se convirtió en una fina línea recta y sus puños se cerraron; ya no había ni un ápice de súplica en su mirada.
    —Recoge tus cosas— dijo—. La empresa te asignará otra escolta lo antes posible; ya he hablado con ellos al respecto.
   
La discusión fue rápida, afortunadamente. Oak pensó que Lawrence pelearía más y alargaría aquella agonía durante horas. Sin embargo, no hicieron falta más de diez minutos para dejar las cartas encima de la mesa. Oak pudo haber preguntado más acerca del programa; pero, a decir verdad, no le importaba demasiado lo que los “hombres misteriosos” se trajeran entre manos. Ahora era asunto de Lawrence, y de quienes quisieran seguirle.
    El camino hacia su camarote no fue agradable; cada paso que daba parecía resonar más de lo normal en su cabeza, como un molesto martilleo. No necesitó más de cuatro minutos para amontonar sus pocos efectos personales sobre su cama y llenar una mochila con ellos. El último objeto que pasó por sus manos fue la pequeña cajita de metal que contenía la bala que le había herido en Malevich.
    “Justo en la nalga izquierda” recordó.
    Se llevó la caja al oído y la sacudió, recibiendo un leve tintineo como respuesta. Aquel proyectil le había granjeado un mes de descanso durante la guerra y una cicatriz que envejecería en su trasero. A veces se preguntaba si conservar aquél dudoso trofeo era realmente necesario. A veces  le sonaba como una de las excentricidades de Lawrence.
    Quizá no fueran tan diferentes, después de todo.
    Cuando arrojó la cajita al interior de la mochila sintió una presencia a sus espaldas. Al volverse, vio a Yana plantada en el umbral de la puerta con sus pálidos brazos cruzados. En ese momento deseó haberla dejado cerrada.
    — ¡Yana! —exclamó Oak—. No te había escuchado. Eres silenciosa como un gato, muchacha. Pensé que te habías marchado, con los demás…
    Yana no tenía los ojos húmedos, pero su voz sonó quebrada y sin aliento.
    —Oak, por favor: quédate.
     La humildad en aquella súplica le rompió el corazón. Oak desvió la mirada hacia su mochila, evitando observar directamente a la joven. De repente, y sin saber muy bien por qué, se sintió avergonzado.
    —Así que Lawrence ya te lo ha contado todo…
    —He conseguido sonsacarle lo suficiente— contestó—, pero cuando os he escuchado discutir ya empecé a temerme lo que iba a pasar.
   Quizá aquello explicara los pasos que habían oído antes. Yana sabía bien cuándo prescindir de su sigilo.
    —Escucha: tenía pensado despedirme de vosotros de uno en uno, de verdad— aclaró Oak—. No pienses que iba a marcharme durante la noche sin más. Sabes perfectamente que ese no es mi estilo.
    La puerta se cerró. Oak pensó que la chica se había marchado, pero cuando tornó la vista la vio dentro de la habitación.
    —Eres un egoísta— le dijo.
    —Principalmente, sí.
    Yana arrugó la nariz y las pecas que surcaban su rostro se acentuaron. A pesar de lo que hubiera parecido en un principio,  no estaba triste; estaba bastante enfadada, y el rubor de sus carrillos era el mejor indicador de ello.
    — ¿Sabes lo necesario que eres aquí? ¡Por Dios bendito! ¿Crees que yo sola voy a poder manejar a Lawrence si tú no estás? ¿Con esos tipos del gobierno merodeando por aquí?
    Oak enarcó una ceja y le dedicó una mirada inquisitiva.
    —Sí, he estado leyendo algunos de esos archivos de la base de datos— se apresuró a aclarar ella.
    Aquello sonaba como una disculpa, aunque Oak no vio por qué había que reprocharle nada. Después de todo, la infraestructura informática de la nave era su feudo. 
    —Ya te he hablado de esto muchas veces, Yana— dijo él—. Trabajar para el gobierno no entra en mis planes de futuro.
    Hubo un silencio. Yana le observó largamente con sus ojos cafés, como si auscultara su interior un con detenimiento quirúrgico. Luego torció el labio y asintió para sí misma. Ese gesto la hizo, momentáneamente, muy parecida a su hermano.
    — ¿No puedes hacerlo por nosotros?— dijo Yana—. Por favor, Dale: hazlo por nosotros. Quédate.
    Aunque sus palabras eran suplicantes, el tono que estaba utilizando no lo era. Oak había tenido que aguantar la ira de mucha gente a lo largo de su vida: Lawrence, Tess, Jason… Pero, por motivos que desconocía, discutir con Yana le provocaba una especial desazón. La observó de hito en hito, consciente de que la conversación no iba a ir a ningún sitio. Agachó la cabeza y suspiró con pesadez. Dando pasos lentos fue hasta la chica y la tomó por los hombros. Su piel estaba fría y sus músculos rígidos como ramas.
    —Yo tampoco me esperaba esto, y me  duele tanto como a ti; pero así han salido las cosas. Hace mucho tiempo que me harté de nadar a contracorriente.
    Ella no dijo nada. Bajó la mirada y mantuvo los labios fruncidos. Oak se vio falto de recursos, así que la abrazó. Lo hizo lentamente y con delicadeza, como si ella fuera  un nudo de zarzas.
    —Volveré por la mañana, ¿me oyes?
    —Sí.
   
Salió a respirar aire libre. El cielo nocturno estaba despejado y el asfalto bajo sus botas seguía húmedo después de una tarde de intensa lluvia. Aún había pequeñas naves pululando por la pista, pero la atmósfera era bastante más tranquila que durante el día.
     Sabía que el próximo paso era el que más le iba a costar.
     No esperaba que Mag fuera a tomárselo mejor que Yana; pero decidió no posponer más aquella conversación pendiente. Antes de que su mano tocase el term en su bolsillo, éste empezó vibrar. Lo sacó rápidamente, sin reparar si quiera en el nombre que aparecía en la pantalla. Pensó que Magrog, inquieto por la llamada de antes, se le había adelantado.
    No obstante, la voz que sonó al otro lado no era la del chico. Era una voz femenina y bastante familiar. Diez minutos después, desearía no haber contestado a esa llamada.
   Eran las 23:56 de la noche.
    —Dale.
    —¿Tess?
    ¿Cuánto tiempo hacía que no le llamaba? ¿Cuatro? ¿Cinco años? Habían mantenido conversaciones, por supuesto; pero casi siempre era él quien realizaba la llamada. Oak no fue capaz de disimular su sorpresa. El tono con el que Tess había dicho su nombre tampoco era demasiado tranquilizador. Ni siquiera había habilitado la imagen de vídeo; no quería que le viera la cara.
    — ¿Pasa algo?
    La escuchó sorber por la nariz. Estaba llorando.
    — ¿Cuándo pensabas decírmelo?
    Oak estaba confundido. Salvo lo que había ocurrido aquella tarde, no había pasado nada significativo en su vida. Al menos nada que él supiera. Un nudo empezó a tensarse en su garganta.
    —Me han llamado del CTA—continuó ella, con voz temblorosa—, han anulado tu pensión, Dale. No tenemos con qué pagar el tratamiento de Jason.
    — ¿Qué?.
(…)
    —Eso mismo les he dicho yo, pero no me han hecho caso —. Otro sollozo—. Les he hecho comprobarlo varias veces. Dicen que no hay ningún error.
    Oak se cubrió los ojos con la palma de la mano. Suspiró profundamente entre dientes y se forzó para no empezar a despotricar. Por unos segundos sólo tuvo ganas de gritar.
    —Tengo que llamar a la oficina…
    —Ya lo he hecho yo. Me lo han confirmado: tu pensión ha expirado esta misma noche.
   Se mordió el labio y soltó una risa nerviosa. Apartó la mano de su rostro; estaba cubierta de sudor. Aquello podía haber pasado en cualquier momento de los últimos cinco años; después de todo, se había largado del ejército por la puerta de atrás. A Lawrence ni siquiera le concedieron la pensión de veteranía. Oak contaba con que la situación de Jason ablandaría el corazón de sus antiguos jefes. Así parecía haber sido hasta esa misma noche.
    —Supongo que llamarme a mí en primer lugar era mucho pedir.
    —No te vayas a poner así. Ahora no. Tienes que hacer algo.
    Aquello era una broma pesada. El chiste malo que todo el mundo pillaba menos él. Casi podía ver la sonrisa de Trana estirándose en la oscuridad que le rodeaba. Llegado a ese punto, tan sólo pudo reír. Giró sobre sí mismo y vio la silueta de Fulgor dentro del hangar. Siguió riendo.
    —Dale, ¿qué te pasa?— la voz de Tess sonó turbada, casi asustada— ¡Tienes que hacer algo! ¡Ya sabes lo que pasará si no podemos pagar el Centro! ¡No quiero eso para mi hijo! ¿Me oyes? ¡No lo quiero!
    Haz algo, Dale.
    Lo que sea.
    — ¿Quieres que haga algo, Tess?
    —Quiero que soluciones esto, joder.— Había olvidado la última vez que la escuchó maldecir—. Mira: no sé lo que has hecho para que te retiren la ayuda. Si has vuelto a pelearte con ellos, Dale, te pido que intentes arreglarlo.
    —No hay forma de arreglarlo— repuso él—. Aquella pensión ni siquiera era oficial. Yo no la merecía. Creo habértelo dicho muchas veces.
    Tess guardó silencio por unos instantes. A juzgar por el repentino silencio, supuso que había tapado el micrófono con la mano. No obstante, Oak escuchó leves sollozos al otro lado. Después, Tess volvió a hablar, esta vez con una voz aún más ronca.
    —No puedo pagar su tratamiento yo sola— dijo.
    Oak profirió una risotada sarcástica.
    —Ni tú, ni yo… ni con tres veces mi sueldo actual podríamos permitirnos pagar algo así. Es disparatado.
    De repente, la imagen de Jason voló hacia su mente, tal y como lo había visto unos días atrás. El chico había alcanzado la quincena ese verano, pero apenas aparentaba los 12 años. La infección del Perséfone, entre otras cosas, retrasaba el crecimiento de manera asombrosa. Además, estaba delgado, con los pómulos horriblemente marcados en su rostro grisáceo. Pero lo peor fue la mirada: neblinosa y vacía. Jason estaba tan drogado que apenas era consciente del aire que respiraba, o al menos así dieron a entender los médicos las instalaciones.
    Muchas veces lo había visto así, y muchas veces había deseado verlo muerto. No se sentía orgulloso de ese sentimiento; su padre le había dicho que no había nada peor que querer la muerte de los seres queridos. 
    Pero Jason ya no era un ser querido, apenas parecía un ser humano. Cuando Oak lo vio, vio a un saco de carne que se desplazaba, babeaba, comía y cagaba, siempre bajo los efectos de aquellas drogas con nombres impronunciables. Las mismas drogas que impedían que matara a todos cuantos le rodeaban.
    Sin embargo, sabía lo que le esperaba fuera del CTA. Los chicos que iban a los centros de Reclusión para Infectados del Consejo iban allí para morir, y no precisamente entre almohadones y sábanas de lana fina.  En aquellos sitios las drogas no eran lo suficientemente fuertes, y los niños, tarde o temprano, acababan aplastándose el cráneo contra las paredes de las celdas. En los peores casos, la pobre seguridad de aquellos recintos propiciaba la huida de internos. Eso era lo que más le asustaba: imaginar a Jason matando a gente inocente.
   Eran auténticos pudrideros humanos. Oak se dio cuenta de que él tampoco quería aquello para el muchacho, por muy triste que fuera su existencia.
   Tomó una decisión. Quizá una de las más importantes de su vida. Tan sólo lamentó no disponer de más tiempo.
   —Tess— dijo—. Te llamaré mañana, ¿vale?— De nuevo, miró hacia el Fulgor—. Creo que puedo hacer algo.
   Colgó antes de que ella articulase más sonidos. Tenía pocas ganas de escuchar más su voz aquella noche. Aquella maldita noche que parecía no acabar nunca. El reloj del term marcaba las 24:05. Aún quedaba una hora para la media noche, y ya había tenido problemas para toda una vida.
    Mag llegó un par de minutos después, con las manos en los bolsillos y el cabello un tanto alborotado. Los pasos que daba eran ligeramente erráticos, denotando una cierta embriaguez. Aunque su rostro apenas era visible en la oscuridad, Oak pudo ver la preocupación palpitando en cada uno los ademanes del chico.
    —Oak, yo…
    —¡Mag!— Oak extendió una mano hacia el Fulgor, como si estuviera presentando un fenómeno de feria al público—. ¿No tienes ganas de verla por dentro?
    El chico se quedó callado y observó a Oak por unos instantes. Le pareció que sonreía, aunque la ausencia de luz podía estar jugándole una mala pasada.
    —Cuando me has llamado antes… ¿ha pasado algo? Dijiste que la reunión no fue del todo bien.
    —Bueno, eso es relativo—. Oak empezó a caminar hacia la nave—. Ven: te lo contaré todo dentro.




miércoles, 7 de agosto de 2013

"En el espacio no hay sonido" - Capítulo 2.






Capítulo 2.



El tramo hacia el mediodía transcurrió con una tensa normalidad. Oak se había despedido de Lawrence junto al Fulgor y esperó no volver verle hasta la reunión. Sentía una ferviente necesidad de poner todas las ideas en orden en su cabeza, que parecía albergar un tornado en. Pensó que alejarse del comandante haría más fácil este proceso; pero se equivocaba.
    Magrog  intentó hablar con él en su camino de vuelta a la terminal, pero el joven pronto desistió. Oak no tenía la mente en su sitio, y lo que le entraba por un oído se escapaba como una fugaz brisa por el otro.  Había un caldo de temores arremolinándose bajo su pecho y el mundo que le rodeaba estaba impregnado de una enfermiza aura de irrealidad. Incluso el aire se le antojaba distinto. Aquél olor a aceite y caucho empezó a provocarle náuseas.
   Si hubiera dado rienda suelta a sus pensamientos durante el almuerzo, cualquiera podría haber pensado que Dale Virta sobredimensionaba la situación tanto como el cascarrabias medicado de Victor Lawrence; Oak lo sabía. Pero no fue el mensaje inscrito en aquél papelucho amarillento lo que había retorcido sus entrañas más allá de lo soportable. Oh, no; en absoluto.
   Un sonoro “toc, toc” había reverberado en su interior, extendiéndose como un frío que le calaba hasta los huesos. Era el pasado, llamando a su puerta, con una sonrisa de oreja a oreja que decía: “¿Me has echado de menos, cabronazo?”.
   En el mundo real, más allá de su tormenta interna y de las paredes de su abarrotada cabeza, sus compañeros devoraban con avidez  la apetecible  y humeante comida precocinada depositada en sus bandejas de latón. Aquella visión era comprensible si se tenía en cuenta la imprevista prolongación de su última misión de escolta y la discutible calidad de los alimentos a bordo del Fulgor.
   Pocos temas de conversación surgirían mientras quedara un montoncito de arroz  sobre  la mesa. Oak, inmerso en sus circunstancias, batió su ración con el tenedor hasta dejarla reducida a un viscoso mejunje. Aunque lo hubiera intentado, no habría podido disfrutar de un solo bocado; la comida apenas tenía sabor en su boca.
    Magrog, sentado a su izquierda, comía con la voracidad habitual de la gente de su edad. Oak se alegró al ver que rompía el hielo mientras entablaba esporádicos y desenfados coloquios con sus nuevos compañeros. A su derecha estaba Alex, uno de los mellizos Hove, que lanzaba fugaces miradas a la comida que quedaba en su bandeja. Cuando Oak se percató de sus intenciones, le ofreció las sobras con un ademán gentil y teatral.
    —Adelante— dijo—, sé que estás deseando. Yo no tengo hambre.
    Sin mediar más palabra, Alex extendió el brazo con agilidad, agarró la bandeja y la arrastró hacia él. Oak esbozó una sonrisa ante aquella falta de pudor tan sencilla y campechana.
    —Gracias, Oak— dijo Alex con la boca llena de arroz—. Hoy mi estómago es un pozo sin fondo. Este mejunje me sabe a manjar de reyes.
    — ¿Y tu hermana?—inquirió Oak—. Pensé que vendría a comer con nosotros; antes la he visto saludándonos desde el puente.
    — ¿Yana?— farfulló Alex, sin levantar la cabeza de la bandeja. Los mechones de cabello rubio casi rozaban la comida—. Yo también pensé que vendría; pero al final se quedó en la nave, con sus ordenadores. Ya sabes cómo es.
Lamentó aquello. La espera para la reunión estaba resultando más peliaguda de lo que había augurado en un principio. Se había dado cuenta que no era capaz de poner en orden sus pensamientos sin exteriorizarlos con otra persona. Una conversación sobre el tema con alguien que no fuera Lawrence, para variar, no le habría venido mal. Tampoco iba a arriesgarse a soltar la bomba durante la comida y aguarles el pequeño recreo a sus compañeros.
     De repente,  como si hubiera escuchado sus pensamientos, Alex levantó la cabeza del plato y observó a Oak con un brillo inquisitivo en sus ojos azules.
    —Pasa algo, ¿verdad?—dijo —. No me mientas: antes te he visto hablando con Lawrence. Nunca le había visto con esa cara, te lo aseguro.
    Oak guardó silencio y asintió con una leve sacudida de cabeza.
    —Lo sabía— continuó Alex, sin expresar mayor sorpresa—. En realidad, todos lo sabemos; pero lo dejamos estar. Como si no fuera a mordernos el culo si evitamos el tema.
    —Un momento. —Oak le frenó con un gesto de su mano— ¿Lleva mucho tiempo así?
    —Desde que te fuiste de permiso, más o menos— afirmó—. Lawrence no está en lo que está. Siempre ha tenido un poco de mal genio; pero últimamente parecía más distraído que otra cosa. Andaba de aquí para allá, dando vueltas por el puente de mando, como un abanto mareado. Apenas hablaba con los operarios o los oficiales, y siempre se retiraba temprano a su camarote.
    Oak pensó con cautela qué decir a continuación. Aferró su vaso y apuró el poso de refresco que quedaba en el fondo.
    Confiaba en Alex, y en otras circunstancias no habría tenido pelos en la lengua para informarle sobre la situación. Sin embargo, aquello se salía de la gráfica. Por muchas sospechas que la actitud de Lawrence pudiera generar entre el resto de la tripulación, nada podía prepararlos para la probable pérdida de la nave. De llegar a ser todo una falsa alarma, no estaba dispuesto a hacer cundir el pánico sin necesidad, aunque sólo fuera por unas pocas horas.
   Alex soltó la pregunta, por fin:
   — ¿De qué habéis hablado?
   Decidió recurrir a la omisión de información.
   —Parece que esta tarde vamos a recibir la visita de un dignatario gubernamental. —Depositó el vaso de acero sobre la mesa con suavidad—. El comandante y yo nos reuniremos con él.
   —Ah. — Alex no parecía satisfecho del todo— ¿Para qué? Creía que el comandante ya no tenía nada que ver con ellos.
   Oak se encogió de hombros.
   —Es lo único que sé— mintió —. Supongo que en cuestión de unas horas lo averiguaremos.
    Para su sorpresa, Alex pareció conformarse con aquella suposición. Se encogió de hombros y volvió a hundir la cabeza en la bandeja para engullir lo que quedaba de comida.
    En la mesa, la mayoría ya había dejado los cubiertos y comenzado diversas conversaciones entrecruzadas. Logan, en una de las esquinas, refunfuñaba a voces sobre la subida de los precios arancelarios dentro del espacio del Consejo. Flanqueándole, Austin y Wendell asentían con vehemencia a cada palabra que salía por su boca. Justo en el extremo opuesto a Logan, Darius estaba contando una anécdota tan graciosa que sus propias carcajadas no le permitían continuar. En su ataque de risa, dio un par de puñetazos sobre la mesa, haciendo vibrar la treintena de bandejas metálicas que había sobre ella.
 — ¿Sabéis lo peor de todo?— siguió Darius tras recobrar un mínimo de compostura. Su rostro estaba rojo como el tomate y las lágrimas casi escapaban de sus ojos—. ¡Tuvo que quedarse dentro toda la noche, hasta que volvió el encargado por la mañana!
    Un coro de risas reverberó en el amplio comedor.  Oak ni siquiera sabía cuál era el chiste de la historia que había contado el falvino; pero ver reír con aquella franqueza a sus compañeros alivió un poco la pesadez  bajo su pecho.
   

    La tarde vino acompañada de unos espesos nubarrones que tronaban con malas intenciones. Lanzando recelosas miradas al cielo, Oak recorrió en solitario el largo camino hacia el hangar 09, una gigantesca estructura cúbica que daba cobijo al Fulgor Esmeralda. Ubicada en aquél enorme espacio, ensombrecida y sin ningún hombrecillo de traje blanco pululando a su alrededor, la nave presentaba un aspecto ciertamente sosegado.
     En el interior, los pasillos presentaban un aspecto fantasmagórico. Las luces auxiliares del techo proyectaban sombras largas bajo las cajas y bidones esparcidos por doquier. Tanteando el terreno por el que pisaba, Oak se abrió camino a través de los corredores, alfombrados por la neblina residual de los refrigeradores. Sus pasos reverberaban  hacia las entrañas metálicas de la corbeta como una piedra engullida por un pozo.
    El montacargas de la bodega, por el cual se accedía a la nave desde tierra, se encontraba justo bajo la cubierta de ingeniería; la sección más trasera del Fulgor. Esto suponía un trayecto de unos veinte metros de corredor hacia la antigua sala de conferencias, situada en la sección central. Tras tropezar tres veces con las cajas y cables dispuestos aleatoriamente en su camino, Oak se detuvo para sacar la pequeña linterna que guardaba en el bolsillo. Mientras palmoteaba sobre sus vaqueros, percibió el eco de unos pasos que se acercaban desde la oscuridad del corredor. Era un trote ligero; desde luego de alguien mucho menos pesado que Lawrence. Alguien que tampoco cojeaba de una pierna.
     Cuando palpó el bulto de la linterna en su bolsillo, un resplandor dobló la esquina del pasillo y le deslumbró, obligándole a taparse los ojos con un quejido. La luz se apartó rápidamente.
    — ¡Ah! Ahí estás. — Era la voz de Yana, con su marcado deje nasal—. No esperaba que vinieras tan pronto.
    Oak sacó la linterna, no mucho más grande que su pulgar, e iluminó a la muchacha con un círculo de luz azulada. El haz era tenue y apenas la hizo fruncir el ceño cuando lo dirigió directamente a su rostro.
   — Quería hablar un poco con Lawrence antes de la reunión. — Le restó importancia con un ademán—. ¿Y tú? ¿No vienes a saludarme?
   A pesar de la ausencia de luz, Oak pudo distinguir una amplia sonrisa apareciendo en el rostro de Yana como una media luna. La chica corrió hacia él, haciendo oscilar su coleta tras ella. El abrazo cogió desprevenido a Oak, que recibió el gesto con los brazos extendidos y en una postura ciertamente hierática. Instantes después, como movido por un espasmo, correspondió aquella muestra de afecto envolviendo con sus brazos los finos hombros de su compañera. 
    —Te he echado de menos— dijo. Sus palabras chocaron contra el pecho de Oak.
    —Tres meses.— Oak la apartó con gesto delicado e intentó vislumbrar sus ojos en las sombras—. ¿Tan terrible ha sido?
    —Tres meses y medio, para tu información.
    En los días que había pasado en Pittsburg, Oak estuvo cerca de olvidar la ausencia de Yana durante el trimestre anterior. Sólo verla aquella mañana saludando desde el puente le hizo recordar.
 En un ademán preocupado, Oak sostuvo delicadamente el brazo de la chica; pálido y resplandeciente bajo la trémula luz de su linterna. La cicatriz había sanado y, sorprendentemente, se había reducido a un trazo rectilíneo desde el codo hasta la muñeca, perfectamente cauterizado. Ciertamente, esperaba un aspecto mucho peor después del estado en que se encontraba el día del accidente. Aquél recuerdo le erizó el bello de la nuca.
    —Tiene mucho mejor aspecto— apreció—. Me alegra verte de nuevo a bordo.
    Yana se acarició la cicatriz con el dedo índice, distraída.
    —Lo cierto es que me han venido bien estas vacaciones. —Dio media vuelta y empezó a caminar por el corredor. Oak la siguió dando pasos pausados—. Salvo las primeras semanas, claro. Aquello es mejor dejarlo para el olvido.
    Soltó una risita que resultó algo penosa. Tras un breve silencio, cambió radicalmente de tema. Oak lo consideró una sabia decisión.
    —Qué tranquilidad. Ver la nave sin esos hombres de blanco correteando de un lado a otro. ¡Dios mío!  Menos mal que no han encontrado a ningún cabroncete microscópico pegado a nuestras ropas—. Antes de que Oak pudiera comentar nada, Yana señaló hacia delante—. Lawrence está en la sala de conferencias; será mejor que no le hagamos esperar.
    — ¿Es que ha llegado ya nuestro invitado?— Empezó a olisquear el aire como una ardilla—. ¿Qué hay del hedor a superioridad inundando la nave?
    Yana rio por unos pocos segundos; luego, negó con la cabeza.
    —Ya sabes cómo se pone; está que se sube a las paredes. — Llegaron a un tramo más iluminado, y por fin pudieron intercambiar miradas. Oak distinguió la preocupación palpitando en los ojos color café de la joven—. Supongo que ya habrás leído el mensaje del gobierno.
    —Sí— contestó él—. Con eso ya tengo para toda una vida.
    —Oak— dijo Yana, aminorando un poco la marcha—, no quiero ser pájaro de mal agüero; pero ya sabes lo que significa que nos retengan la nave aquí, en Circe. —Empezó a frotarse los brazos, como si una brisa helada la hubiera azotado—. Estoy un poco asustada.
    Sus temores estaban más que justificados, aunque Oak prefirió no avivarlos; no tenía ningún sentido hacerlo. Si había algo que detestaba, era el pesimismo en la gente joven. Palmeó el hombro de la chica e intentó esbozar la sonrisa más despreocupada de todo su repertorio.
    —Han tenido diez años para requisarnos la nave, Yana—dijo—. El gobierno no tiene por qué esperar para hacer este tipo de cosas. ¿Por qué iban a reunirse con nosotros antes de darnos la patada en el culo?
    Yana torció una sonrisa. Llegaron a un tramo de corredor en que los cables de alimentación se derramaban de una rejilla abierta del techo como lianas multicolor. Tuvieron que doblar el espinazo para pasar por debajo y apartar algunos con las manos como si de una cortina de hiedras tratara. Oak no sabría decir si aquella era la causa del apagón en los pasillos posteriores.  De todas formas, prefirió dejar a un lado preguntas al respecto; en aquel instante, no había cabida para más preocupaciones en  su cabeza.
    — ¿Dónde te has metido durante la comida? Tu hermano estaba allí.
    —Ah. — Yana se llevó la mano a la frente, como si hubiera recordado algo de gran importancia—. Lawrence ha intentado contactar como loco con la directiva de la empresa; he pensado que dejarlo a solas con la terminal de telecomunicaciones no era lo más sabio.
     Oak la observó con expectación.
    —Así que he decidido asistirle.
   — ¿Y bien?— inquirió él—. ¿Ha habido suerte?
   Yana se mordió el labio inferior y negó con la cabeza.
   —Dos horas de intentos consecutivos, y lo único que hemos conseguido de la central es que nos pongan en espera. Indefinidamente, por supuesto.
    Industrias Roark ya estaba al corriente; por supuesto, ya se habrían lavado las manos. Aquello no hacía más que ponerse mejor y mejor a cada momento que pasaba.
    — ¡Ah!— exclamó Yana. Su voz parecía haber recuperado su jovialidad natural— ¿Ése que he visto contigo es el chico de la academia? ¡Dime que sí!
   Durante su convalecencia, ella y Oak habían mantenido contacto esporádico a través de la omnired. Yana había estado al corriente de todos los pasos importantes que había dado Magrog hasta llegar a la tripulación del Fulgor, por lo que Oak comprendió su entusiasmo.
    —Así es— asintió, contento de haber dejado a un lado los temas escabrosos—. Me ha costado guerrear un poco con los jefes; pero por fin he conseguido meterlo a bordo. Mag es un buen chico, se lo merecía.
    —No sabes cuánto me alegro— se apartó un mechón de cabello rubio del rostro y lo colocó tras su oreja. Sonreía, pero una sombra de nerviosismo aún asomaba en las comisuras de sus labios—. A decir verdad, Dale; nunca creí que fueras a apadrinar a nadie a estas alturas. ¿No eras tú el que detestaba a sus fans?
     Oak soltó una carcajada. Parecía que había pasado una eternidad desde la última vez que rio con sinceridad.
    —Magrog no es un simple admirador. Nunca se me ha dado bien definir a las personas; pero él tiene algo que los demás chicos de la academia no tenían.
    Yana le observó, arrugando su nariz inundada de pecas.
    —Es especial— concluyó—, y sincero. Sobre todo sincero. Estoy seguro de que encajará a la perfección en la nave.
    Pronunciar aquellas palabras fue como darse una puñalada en el estómago. Había estado tan inmerso en sus propias inquietudes que había olvidado por completo la situación de Mag. Si se confirmaba que el Consejo iba a requisar el Fulgor Esmeralda, el futuro de su joven pupilo pasaría a estar en una situación bastante precaria. Eso descontando todas sus ilusiones y esperanzas, rotas y pisoteadas justo cuando ya saboreaba la miel en sus jóvenes labios.
    Siguieron su camino a través de los corredores y no intercambiaron más palabras hasta llegar a su destino. No fue un silencio incómodo, al menos para Oak; era un silencio bastante elocuente.

    La antigua sala de conferencias era un habitáculo amplio, quizá el más espacioso de la nave descontando el puente. Tras su salida de la armada del Consejo, Lawrence consideró oportuno convertirla en un almacén de trastos con escasa utilidad. Había tanques de combustible amontonados contra la pared sur, tapando por completo la ostentosa insignia de la armada impresa en ella; la mayoría de los bidones estaban vacíos, y su función no iba más allá de la de acumular una densa capa de polvo. De la vieja y larga mesa que había presidido la estancia en el pasado no quedaba rastro alguno. En su lugar se alzaba una desastrosa pirámide de cajas de aparejos y enormes rollos de cables sin usar. Para terminar de dar un aspecto pintoresco a la sala, varios de los tubos luminosos del techo titilaban de forma irregular.
    Bajo una de esas luces parpadeantes estaba Lawrence, de brazos cruzados y con el ceño ensombrecido sus ojos.
    — ¿Sabes algo?— le preguntó Oak, sin rodeos— ¿Han contactado contigo, o algo?
    El aludido negó con la cabeza, lentamente.
   —Sólo sé lo que dice en el mensaje. Tampoco hay manera de contactar con ellos desde la nave, así que todo lo que nos queda es esperar.
   Lawrence empezó a caminar por la sala, mirando hacia todos lados y dando pasos distraídos.
    —Un lugar perfecto para tener nuestra pequeña reunión, ¿no crees?— dijo, carraspeando un poco—. Un buen recordatorio lo jodidos que estamos. — Cogió una de las cajas metálicas del montón y la utilizó como asiento improvisado— ¿Has visto a alguien de camino  aquí?
    Oak supuso que con “alguien” se refería a varios coches con los cristales tintados aproximándose al hangar. Negó con la cabeza.
    —Bien. — Lawrence se dirigió a la chica— Yana, quiero que quede constancia de todo lo hablado entre estas cuatro paredes. —Su voz volvió tomó un cariz férreo, orgulloso — ¿Has encendido ya las cámaras?
    —Las dos están colocadas y listas— afirmó la chica. Alzó el brazo y señaló a ambos extremos del habitáculo. Oak advirtió unas pequeñas luces rojas vibrando en las sombras—. Las pondré en marcha tan pronto como empecemos.
    No iba a preguntar si aquello era, tan siquiera, legal. Tampoco le dio mayor importancia. Si perdían la nave ante el gobierno, de nada serviría estudiar la conversación cientos o miles de veces. La realidad era que ninguna prueba podría salvarles ante una situación así.
    Después de recibir una generosa subvención por cortesía de la Oficina Presidencial, Industrias Roark se desentendería rápidamente de cualquiera de sus naves, aunque se tratara del único y legendario Fulgor Esmeralda. Pensar lo contrario rayaba en lo ingenuo. Tan sólo había que echar un breve vistazo alrededor para darse cuenta de lo fácil que lo tenía Quisade Bettany para estirar su presidencial brazo y recuperar su querida joya.
   Exteriormente, el Fulgor era una nave claramente vieja. Algo desgastada, sí; pero sólida y  orgullosa. En su interior, en cambio, presentaba un aspecto cercano a lo lamentable. Oak había perdido la cuenta de las averías menores pendientes de ser arregladas. Una de las más serias se encontraba en el soporte vital, incapaz de suministrar aire limpio a los niveles inferiores de la cubierta de ingeniería. No en pocas ocasiones había visto a Chris descender por la escalerilla de servicio con una máscara de oxígeno cubriéndole el rostro. Y aquello no era todo: no había que olvidar el fallo en algunas placas gravitacionales de la bodega, con unos efectos un tanto curiosos. De vez en cuando podían verse cajas y pequeñas herramientas flotando contra el techo, como si un endiablado poltergeist estuviera jugueteando en su patio de recreos favorito.
    El accidente de Yana fue la guinda del pastel. Cualquier inspector del sector público los habría empapelado hasta las cejas por ello, tanto a Lawrence como a él. No obstante, como suele pasar con los idiotas, tuvieron la mayor suerte del mundo. La chica mantuvo las apariencias y Oak tuvo que soportar uno de los momentos más bochornosos de su vida viéndola mentir ante la directiva de la empresa.
   Yana, una muchacha con edad  para ser su hija y con el brazo agujereado por cinco esquirlas de metal, defendiendo a un par de capullos incapaces de mantener a flote un barco que había hecho aguas durante años.
    Vista desde esa perspectiva, la posible actuación del gobierno no le parecía tan terrible e indigna. Aquello sonaba más a una buena dosis de justicia.


    La comitiva llegaría una media de hora después. En el transcurso de ese tiempo, Oak y Lawrence rescataron la vieja mesa de las profundidades de la bodega, la colocaron en el centro de la sala y acondicionaron mínimamente el lugar para el encuentro. El comandante inspiró entre dientes al trasladar el peso de las cajas entre sus brazos. Aquélla exhibición de dolor resultó inusitadamente sutil en comparación a lo que Oak estaba acostumbrado.
    Después de convertir su almacén improvisado en algo similar a la sala de conferencias que fue en el pasado, Lawrence ordenó a Yana que bajara el elevador de la bodega  para que el comandante y el segundo de abordo pudieran salir a recibir a su invitado. Como era de esperar, la lluvia había empezado a caer en el exterior del hangar, por lo que esperaron en el umbral de la  gigantesca compuerta sin intercambiar poco más que miradas inquietas.
    —No he preguntado— dijo Lawrence, pasados unos minutos. —, ¿qué tal te ha ido en la ciudad estas semanas?
    Habló sin mirarle a los ojos. Oak no supo discernir si aquélla era una pregunta sincera o un intento forzado de romper el silencio y matar un poco el tiempo. De todas formas, le respondió de buena gana.
    —Bien— reconoció—. Me he pasado casi todo el tiempo preparando el papeleo de Mag en la central.
    Victor soltó un amago de carcajada.
    — ¿Esas han sido tus vacaciones?— Se giró y empezó a observarle de arriba abajo, como si buscara algo fuera de lo normal en su aspecto. Fue entonces cuando Oak le vio sonreír por primera vez en todo el día. — Desde luego eres de lo que no hay, Dale. Si era sólo por eso, podías habérmelo dicho y habría mandado a alguno de los chicos en tu lugar.
    Un relámpago rugió en el exterior, y la lluvia pareció endurecerse por momentos.
    —Lo sé; pero no fui a Pittsburg sólo por Magrog.
    Victor abrió la boca y volvió a cerrarla rápidamente, como si se hubiera tragado una mosca invisible. Luego asintió, comprensivo.
    —Bueno, en ese caso yo no habría podido hacer nada. — Se atusó lentamente la barba y habló con lentitud, como meditando cada palabra que pronunciaba—. ¿Ha ido bien esta vez?
    Oak miró a los ojos grises del comandante, y si aquello no era curiosidad sincera, el viejo cascarrabias que tenía a su lado era un talentoso actor desaprovechado.
    —Como siempre— dijo intentando sonar indiferente—. Cumplió los quince en Julio y el mes pasado lo trasladaron a una nueva ala. Ya sabes, un módulo para los más mayores. Por lo demás, sigue exactamente igual; no he visto que haya empeorado.
    —¿Y Tess?— preguntó Lawrence— ¿Ella está bien?
    Oak esbozó una sonrisa torcida.
    “Tess”, un diminutivo cariñoso para Theresa. ¿Cómo podía haberse olvidado de ella? Oír su nombre le trajo una sensación de aspereza en el paladar, como si se hubiera quemado al probar un estofado demasiado caliente. Su perfume también voló hacia sus fosas nasales, aunque no en sentido figurado. Le había acompañado todo el día. De hecho, lo llevaba en la ropa, aunque no se dio cuenta hasta ese justo instante. No era demasiado extraño: había estado con ella dos días atrás, y él, fiel a su estilo, no se había cambiado de chaqueta en todo ese tiempo. El olor habría sido casi imperceptible para cualquier otra persona, pero no para él. Nunca supo qué perfume usaba; nunca se lo preguntó. Sabía que era un aroma suave y que le provocaba un ligero cosquilleo en la nariz. También sabía que le evocaba el color granate de su cabello y el deje cantarín de su voz. Pero lo cierto era que todo aquello no  avivaba una sensación agradable bajo su pecho. Ni por asomo.
   —Está bien— dijo, manteniendo el tono indiferente—. ¿Qué digo? Mejor que bien: le va de perlas. Ahora está saliendo con un violonchelista de su orquesta. Uno con un nombre portugués. “Reginaldo”, o algo parecido. Ya no me acuerdo.
    A pesar de todos sus esfuerzos por fingir despreocupación, un tono desdeñoso se había manifestado en su último comentario. Victor volvió a asentir con cariz comprensivo y desvió la vista al frente, sin decir nada. Incluso el viejo capitán sabía cuándo no era bueno meterse hasta las rodillas en terreno pantanoso.
    —Me alegro por ella— concluyó Oak.

El delegado del gobierno llegó un par de minutos después en un flamante landbrawler de ruedas gruesas y morro amenazador. Cuando el vehículo llegó al hangar y se detuvo frente a ellos dos, Oak tuvo la sensación de estar frente a una bestia que bramaba por engullirlos de un momento a otro. En lugar de eso, una de las puertas laterales se abrió, esparciendo pequeñas gotas de lluvia sobre el suelo. Del interior salió el que, sin lugar a dudas, era el individuo que habían estado esperando.
   Incluso en una tarde lluviosa y sombría como aquélla, el delegado era una de esas personas capaz de iluminar el lugar con su mera presencia. En la distancia ya parecía mucho más alto que Oak e iba vestido con un traje negro impoluto que realzaba su figura; al acercarse a ellos, esa sensación de pequeñez aumentaba todavía más. Era mestizo, y  en su camino hacia Oak y Victor esgrimió una sonrisa de dientes perfectamente blancos y alineados que habría derretido a cualquier jovencita que se le hubiera puesto por delante. El problema estaba en que el único público asistente al espectáculo constaba de un anciano hasta las cejas de inmunodepresores y un veterano de guerra que había dormido con la ropa que llevaba puesta.
    — ¡Buenas tardes, caballeros!— exclamó, abriendo una boca con capacidad suficiente para albergar un coco. Luego extendió una mano hacia Lawrence— Me llamo Jan Trana. Mucho gusto en conocerle, comandante.
   Victor le respondió con un tono de voz no más agradable que un montón de rocas precipitándose por una pendiente.
     —El gusto es mío.
   Trana se volvió hacia Oak y procedió de la misma manera, envolviendo la mano  de Dale con unos dedos largos y oscuros.
      —Mayor Virta; me alegra ver que va a participar en nuestro pequeño encuentro.
   Seis años habían pasado fuera del ejército, y aun así seguían refiriéndose a él como “Mayor”. En lo que llevaba de día ya se lo habían dicho dos veces. Empezaba a creer que lo hacían para tocarle las narices, y no por un simple desliz. No respondió. Se limitó a estirar las comisuras de sus labios tanto como pudo y exhibir la sonrisa más forzada que había esbozado en su vida.
  Del coche habían salido tres hombres ataviados con los trajes azules del Servicio de Seguridad del gobierno. Oak reconoció a uno de ellos; concretamente, al conductor. Sabía que lo había visto en varias ocasiones en las noticias de la omnired, asomando tras la espalda de varios altos cargos del Consejo, como si de un extraño complemento estético se tratara. Era un tipo calvo y corpulento; quizá no tan alto como el delegado, pero con un aspecto mucho más imponente. No sabía cómo se llamaba. Ni siquiera estaba seguro de haber escuchado su nombre nunca. De lo único que estaba seguro era que, si estaba allí como escolta, Jan Trana era un pez más gordo de lo que habían imaginado en un principio.
    El delegado se giró e hizo un gesto a sus hombres para que se aproximaran. Éstos respondieron con pasos  rápidos y metódicos, haciendo resonar el sonido de sus zapatos en todo el hangar con una reverberación que rayaba en lo incómodo.
   Trana extendió su largo brazo hacia el Fulgor.
   — ¿Podemos comenzar?
   —Sí— respondió Victor, persistiendo en su deje áspero—. Síganme.

Jan Trana ordenó al grandullón que esperara junto a los otros dos guardaespaldas en el corredor, fuera de la sala de conferencias. Oak vio cómo le decía algo en voz baja al grandullón. Éste asintió con aire sumiso y se apartó de su lado inmediatamente como un sabueso obediente. Cuando Oak pasó junto a él, sintió cómo  un aliento ardiente le alborotaba el flequillo. Aquella sensación le hizo encogerse involuntariamente de hombros. Cuando la compuerta siseó al cerrarse tras ellos, la expresión risueña de Trana se tornó un tanto gélida. Sin mediar palabra, fue hasta la mesa y se sentó en una de las sillas de los extremos. Oak y Lawrence se acercaron a él con la lentitud de dos niños que pasan junto a un perro rabioso. Lawrence tomó asiento en el extremo opuesto de la larga mesa, lo cual lo situaba a una distancia ridícula. Oak decidió permanecer de pie.  El delegado empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa de forma sonora y aparentemente deliberada.
    —Bien— dijo—. Supongo que podemos dar comienzo a nuestra pequeña reunión ¿No creen?
    Lawrence le observó en silencio y abriendo mucho sus ojos enrojecidos. Aquél era un gesto que le hacía parecer bastante más viejo de lo que era. Trana carraspeó un poco y continuó, su sonrisa haciéndose cada vez menos pomposa. Sus oscuros ojos se posaron en Oak.
    —Siento que mis superiores hayan tenido que recurrir a la retención del Fulgor Esmeralda en puerto. Dada la persistencia del comandante en ignorar nuestras peticiones anteriores y…
    — ¿Cómo?— Oak reaccionó como un resorte. Por cómo suspiró Lawrence, dedujo que las palabras de Jan Trana eran totalmente ciertas— Vais a tener que explicarme eso.
    Trana empezó a hacer cálculos mentales con un ademán petulante. Al otro lado de la mesa, Victor seguía desinflándose como un balón agujereado.
    —Sin contar este último comunicado: tres. A lo largo del pasado mes.
    Oak no se sintió sorprendido, después de todo. Enfadado, impotente; pero no sorprendido. Lawrence no era lo que se podría decir un gran mentiroso; cuando ocultaba algo, su rostro y comportamiento eran tan elocuentes como una valla publicitaria. Oak había percibido aquella modulación, pero tenía la fea costumbre de no esperar lo peor de cada situación.
    —Podrán comprender el escaso margen de opciones que nos han dejado. — Trana acarició su cabeza rasurada con una calculada lentitud—. Ya no veíamos otra manera de reunirnos con ustedes que retener la nave en Circe.
    —Pues ya tienen lo que querían— dijo Lawrence—. Va a disculparme, señor Trana; pero no sé qué malditas cuentas tengo que dar yo ante sus jefes. Nuestros caminos se separaron hace diez años, después de la guerra. Si he ignorado sus avisos es porque…
    Trana enseñó la palma de su enorme mano, y Lawrence cerró la boca al instante, como si de una sencilla técnica hipnotismo se tratara. Oak nunca había visto al comandante reaccionar de aquella manera ante un ademán tan simple, y mucho menos antes de empezar a despotricar. Trana se incorporó un poco y entrelazó los dedos sobre la mesa. Su rostro se había ensombrecido y de su sonrisa tan sólo quedaba una fina línea ligeramente curvada.
    —Por lo que a nosotros respecta, el Fulgor Esmeralda sigue siendo propiedad del ejército y, por consiguiente, del Consejo Bettany. Por lo tanto, sí; usted tiene que dar cuentas al gobierno.
    —Lo sabía—. Lawrence se levantó dando un sonoro manotazo en la mesa y señaló a Oak con el dedo. Trana dio un pequeño respingo—. Te dije que pasaría. ¡Te dije que vendrían con esa tontería de nuevo!
    Oak hizo un gesto con la mano muy parecido al que había realizado Trana momentos antes. Sólo consiguió que Victor empezara a farfullar en voz baja.
    —Relájate— le dijo, tajante. Luego se volvió hacia Trana, que seguía sentado y con cara de no haber roto un plato en su vida—. Con todo el respeto, señor Trana; pero esta nave lleva una década al servicio de Roark Industries y nunca ha recibido órdenes directas del gobierno. ¿A qué viene este cambio de actitud?
    —Precisamente al punto que nos ocupa. — Extrajo un term de uno de sus bolsillos y empezó a teclear en su superficie táctil mientras hablaba—. Supongo que se habrán preguntado el porqué de una reunión tan… particular. En los tiempos que vivimos, con una simple conferencia a través de la omnired habría bastado. No obstante, mis superiores han sido muy estrictos en lo referente al carácter personal de este encuentro.— Hizo una pausa breve, pero lo suficientemente prolongada como para dar a entender que algo había llamado su atención—. Si no les importa, ¿podrían apagar las cámaras? No creo que vayan a ser necesarios.
    Oak y Victor intercambiaron miradas como un par de chiquillos sorprendidos en una travesura mientras el delegado los observaba con aquella condescendencia que sólo podían permitirse las personas de su posición. Lawrence lanzó un hondo suspiro y desenterró su viejo term de uno de sus bolsillos; luego avisó a Yana usando abruptos monosílabos. En un instante, los pilotos rojos de las cámaras desaparecieron en la oscuridad y Trana volvió a sonreír ampliamente.
     La curiosidad habló a través de los labios de Oak:
     — ¿Puede decirnos ya cuál es el asunto que nos ocupa, señor Trana?— Dio un paso hacia delante e intentó no imprimir demasiada ansiedad en sus palabras—. Porque tengo la impresión de estar en esto con los ojos vendados.
     El aludido apenas apartó la mirada de su term. En ese momento, Oak percibió algo implícito en el modo de actuar de aquél hombre. No supo decir qué era, ni siquiera si era algo negativo o positivo; pero estaba seguro que había una modulación en el lenguaje corporal del delegado cuando se dirigía a él. Parecía perder el control sistemático de sus movimientos, cosa que no sucedía mientras conversaba con Lawrence; tampoco cuando éste empezaba a gritarle.
    —Lo que les traigo es una oferta— declaró con tranquilidad—. Una oferta que, he de añadir, puede resultarles bastante apetecible, visto lo visto.
    Una chispa susceptible iluminó los ojos de Lawrence.
    — ¿”Visto lo visto”?
    Trana se acomodó someramente en su silla. Luego se humedeció los labios y continuó:
    —El Gobierno les da la oportunidad de volver a trabajar a sus órdenes en un nuevo programa del cual, me temo, no puedo revelar demasiada información. Al menos por el momento. — Dejó el term sobre la mesa con otro de sus movimientos medidos y se cruzó de brazos en un ademán un tanto informal, pero no menos calculado—. Por supuesto, eso incluye a su nave, el Fulgor Esmeralda; siempre bajo su comandancia, señor Lawrence. Precisamente, acabo de cargar algunos términos de este acuerdo en su base de datos y…
    —No.
    A Oak le sorprendió la rápida reacción de Victor. Durante unos instantes, temió que empezase a farfullar y a darle vueltas al tema una y otra vez. Al contrario; el tono que utilizó fue cortante, pero asombrosamente sosegado, como si hubiese despertado de un prolongado letargo con la cabeza despejada.
    — ¿Perdón?
    —No pienso volver al ejército. Tuve mis motivos para abandonarlo, y hace ya una década de eso. ¿Qué le hace pensar que no los mantengo?
    Trana recobró un poco la compostura tras la interrupción y luchó por tomar de nuevo el control de la conversación. A decir verdad, no lo hizo nada mal:
    — ¿Y qué le hace pensar que trabajarían a las órdenes del ejército? Éste es un programa del gobierno, no de los militares. — Lawrence se aplacó un tanto. Volvió a la silla y se sentó con movimientos pausados. — Su error, comandante, está en ver en esto poco más que una reprimenda por sus faltas pasadas. No es nada de eso. En su lugar, yo lo vería como lo que es: una oportunidad.
    Trana otorgó tanta fuerza dramática a sus últimas palabras que casi las hizo parecer  sinceras.
Casi.
    — ¿Han oído hablar de los sistemas del Límite, caballeros?— inquirió.
    Estaba claro que aquello no era más que una pregunta retórica, una excusa para saltar al siguiente punto de su agenda. Preguntarle a un niño nacido en el espacio del Consejo qué eran los sistemas del Límite era  insultar a su inteligencia. Una pequeña fracción de Tierra de Nadie que limitaba con la frontera, no más grande que un cuadrante y con un puñado de estados independientes azotados por la piratería y el terrorismo. No era una situación nueva en absoluto; aquella coyuntura se había dado desde la misma formación de esas naciones, hacía poco menos de un siglo.
    Al parecer, el silencio resultó lo suficientemente elocuente como para invitar a Trana a continuar con su discurso:
    —Ya he dicho que, por ahora, no puedo revelar demasiado sobre este programa.— Trana extendió sus enormes manos sobre la mesa y torció la cabeza con suavidad—. Pero puedo decirles que el programa les llevaría a trabajar en cualquiera de estos sistemas con motivo de las nuevas políticas bilaterales iniciadas por el gobierno.
    Oak ignoraba qué interés podía haber despertado aquella demacrada franja espacial en el Consejo Bettany; dudaba mucho que Trana fuera a resolver sus dudas.
    — ¿Y qué haríamos nosotros allí?— preguntó Victor con una sonrisa sarcástica asomando en sus labios— ¿Repartir paquetes de comida? ¿Suministros? ¿Trasladar a refugiados? No entiendo por qué elegir al Fulgor Esmeralda para tareas que cualquier otra nave puede hacer. — Oak asintió sin saber muy bien adónde iría a parar aquella conversación—. Además, el Fulgor Esmeralda es una nave de guerra y, si no me equivoco, según el Concordato de Arcadia IV no se pueden…
    —… Desarrollar actividades militares en Tierra de Nadie bajo ningún concepto. Sí, señor Lawrence; yo también conozco esa parte del tratado.
    Hubo una repentina tensión en las mandíbulas de Trana. Podía interpretarse como un signo de remota crispación.
    —Esto es totalmente distinto— dijo—; la integridad del tratado no peligrará durante el desarrollo del programa.
    — ¿Sabe la Unión de Naciones algo de esto?— preguntó Oak.
    —No es competencia mía proporcionarles tal información, señor Virta— repuso Trana sin inmutarse. — Mi trabajo aquí es comunicarles las condiciones básicas de este contrato y confirmar su respuesta. Nada más.
    Victor agachó la cabeza, pensativo. Empezó a juguetear con sus propios dedos.
    —Roark Industries— balbuceó—, ¿qué tienen ellos que decir en todo esto? Son mis jefes, al fin y al cabo.
    —Me temo que ya lo han dicho todo, comandante. El gobierno del Consejo  ha compensado a su empresa por la salida de esta fragata de su flota.
    —Eso quiere decir que…
    —Ustedes dos pueden negarse a participar en el programa. Pero el Fulgor Esmeralda no es negociable. Nos lo llevaremos de un modo u otro.
    Un silencio repentino se apoderó de la sala de conferencias. Podían escucharse los pasos lentos de los tres agentes del DSG que esperaban en el corredor, así como el continuo tamborileo de Trana sobre la mesa; un ademán similar al tic-tac de un reloj. El tiempo corría; y las cartas estaban al descubierto. Victor estaba muy cerca de explotar.
    —Permítanme la intromisión, caballeros. — La sonrisa de Trana iba ensanchándose hasta alcanzar límites siniestros—: ¿cuál es su sueldo actual?
    —El suficiente—gruñó Lawrence con la agresividad de un gato arrinconado.
    —Trabajen para el programa durante un año y el sueldo será parte del pasado. — Trana parecía confiado; creía estar llevando a Lawrence a terreno seguro. Estaba claro que no le conocía—. Lo que les traigo es una oportunidad única para retirarse con los bolsillos llenos.
    El comandante soltó una carcajada profunda y ronca. No supo decir por qué, pero Oak se sintió contagiado por ella y sonrió ampliamente. Trana puso cara de no pillar el chiste.
    —Puedes llevarte tus sacos de dinero de vuelta a Blassingame, chico— dijo Lawrence entre risotadas intermitentes. Elevó su mano izquierda y cerró el puño enguantado— No perdí este brazo en la guerra para ser la putita de Quisade Bettany por unos cuantos ceros más en mi nómina. Ni siquiera le debo nada. Lo que hago, lo hago por esta nave y por los que trabajan en ella.
    —Tiene gracia—dijo Trana con una extrema sequedad. Sus labios sonreían, pero sus ojos no.
    — ¿Por qué?
    — Porque el mismo Quisade Bettany puso dinero de su bolsillo para la reconstrucción de su cuerpo, comandante. Varios millones de betts.
    Las risas terminaron como una corriente de agua chocando contra una exclusa de acero. Lawrence empezó a erizarse como un perro; su puño mecánico seguía en alto, y no parecía por la labor de bajar. De no haber estado allí Oak; con total seguridad, Trana habría acabado lamentando la rapidez de sus palabras. Era evidente que no le había gustado que Victor le llamase “chico”; pero devolverle la pelota al comandante con una referencia a su reconstrucción no era la manera más inteligente de contraatacar, al menos para alguien que lo conociera. 
    Desde luego, Trana no lo conocía.
    —Esta nave es mía— dijo Lawrence dándole extremo énfasis a cada palabra—. Después de la guerra, el Consejo Bettany me dijo que podía pedirles lo que quisiera, y yo me llevé esta corbeta. La misma corbeta por la que di la mitad de mi cuerpo. — Concluyó con ademán de negación—.  No hay más que hablar, chico.
    De nuevo, silencio. Trana no estaba dispuesto a darse por vencido tan pronto. Era un sabueso bien adiestrado y no desistía después de cavar el primer hoyo.
    —Quiere a esta nave, ¿verdad, señor Lawrence?
     Al parecer, el delegado había vuelto por sendas más seguras. Victor, por su parte, seguía con el codo apoyado sobre la mesa y el puño alzado. Sin embargo, su mirada tenía un aire permisivo.
    —Como a una mujer hermosa; de cabellos rojizos y ojos verdes.
Trana exhibió una leve sonrisita; pero Oak sabía que Victor no estaba siendo del todo sarcástico. La conexión que tenía con aquel montón de acero y cables iba más allá del mero cariño. La sentía como parte de él más que el brazo que le quedaba, y perderla acabaría por destruirlo.
    —Si yo amara a una mujer de esa manera…— Vaciló deliberadamente—. Bueno, supongo que querría lo mejor para ella. — Trana hizo un rápido barrido visual del habitáculo—. Mire a su alrededor, comandante. Esta nave ha conocido días mejores, y no hay que ser especialmente observador para darse cuenta. Eso por no mencionar el escaso número de la tripulación, ¿cincuenta personas para mantener una nave preparada para un mínimo de centenar? Por el amor de Dios, señor Lawrence: está poniendo en peligro la vida de sus hombres.
    Más silencio. Lawrence seguía con una postura defensiva, pero algo en su mirada daba a entender que las palabras del delegado habían desplazado el polvoriento sistema de engranajes de su cabeza. Estaba empezando a dudar, y Oak lo sabía.
    —Un buen sueldo— continuó Trana, enumerando con sus finos y oscuros dedos—, la oportunidad de volver a trabajar para el gobierno, poder reformar su nave… De ser ustedes dos, yo me lo pensaría con bastante detenimiento.
     Por primera vez en varios minutos, Trana miró directamente a Oak.
     — ¿Señor Virta?— inquirió.
     Curiosamente, llevaba tanto rato estudiando las posibles reacciones y el comportamiento de su compañero que apenas había pensado en su propia opinión. Aquella situación le concernía tanto a él como al comandante. Contestó con rapidez, pero sus palabras fueron lo suficientemente convincentes.
    —No voy a volver a trabajar para el presidente. Al menos él estará igual de contento que yo de no volver a vernos las caras.
    Trana inclinó la cabeza con aprobación y se volvió hacia Lawrence. Con ese gesto dejó claro que Oak no era el hueso a roer en aquella reunión.
   —Comandante: si se niega a aceptar el pacto, tendremos que llevarnos la nave. ¿Es consciente de ello?
   —Completamente.
   —Y, ¿usted está de acuerdo?
   —Desde luego que no— contestó—. No piense ni por un segundo que me voy a quedar de brazos cruzados mientras me la quitan. Di una de mis extremidades por el Fulgor en su momento, y no tengo problema en dar un poco más.
    —Está complicando las cosas innecesariamente, señor Lawrence. — Su voz empezó a exudar un deje amenazante, y su porte encantador parecía haberse tornado autoritario—. Sólo tiene que decir que sí, y el Fulgor Esmeralda seguirá bajo su mando. ¿Qué necesidad tiene de seguir trabajando para la seguridad privada?
    El aludido permaneció en silencio durante unos instantes, atusándose la barba canosa con aire reflexivo. Sus dedos mecánicos, ocultos por el cuero del guante, deshacían los pequeños nudos formados en el pelo.
   —Ninguna, pero es mi decisión.
   Trana cerró la boca y desvió la mirada, aparentemente decepcionado. Volvió a guardar el term en su chaqueta y se levantó de la silla como un resorte, elevándose en sus casi dos metros de altura. Volvía a esgrimir aquella sonrisa conciliadora con la que había empezado la reunión.
    —Caballeros, ha sido un placer charlar con ustedes. Estoy seguro de que mis jefes serán comprensivos con su decisión.
    Ofreció una mano a Lawrence; éste, al otro lado de la mesa,  le correspondió con una mirada vidriosa. Torció un poco la boca y, de nuevo, empezó a vacilar.
    —Antes ha dicho que ha cargado unos archivos en nuestra base de datos— dijo—. Me gustaría echarles un vistazo.
    Trana reaccionó como un chiquillo esperanzado.
    —Entonces, ¿su decisión no es definitiva todavía?
    —Lo será, en cuanto sepa mejor de qué va todo esto. — Miró a Oak—. Algo me dice que es un tema más complejo que una charla de treinta minutos.
    —Por supuesto— repuso Trana, asintiendo enérgicamente—. Me quedaría un poco más pero, por desgracia, tengo otros asuntos que atender esta tarde. Unos directivos de Roark Industries esperan reunirse conmigo dentro de una hora para ultimar algunos detalles de nuestro acuerdo. Desde luego, va a ser un encuentro mucho más pesado que éste. —Se apretó un poco la corbata—. Mañana volveré. Sobre las siete de la mañana, ¿les parece bien que nos veamos en la entrada del hangar? No creo que necesitemos mucho tiempo.
     Lawrence asintió con una inclinación de su mentón apenas perceptible. Trana estuvo quieto durante unos segundos, esperando una respuesta. En cuanto se percató de que aquél encuentro no iba a dar más de sí, se giró hacia Oak. No le tendió la mano.
     —Espero que pensar sobre esto más detenidamente le ayude a cambiar de opinión.
     —Y yo— contestó, sin esforzarse demasiado en disimular su sarcasmo.
    El comandante se levantó de su silla y abandonó la sala cojeando pesadamente y sin mediar palabra. Trana lo siguió con sus ojos oscuros y vibrantes. Cuando Lawrence desapareció por la puerta y sus pasos se perdieron en el pasillo, su mirada se posó en Oak. La sonrisita triunfante oculta en su rostro le contrajo el estómago.
   Se habían quedado solos, uno frente al otro; Oak tenía que doblar el cuello para mirarle directamente.
    Antes de que Trana le asediara con una de sus oportunas preguntas, Oak se adelantó:
    —Tengo curiosidad, Jan Trana.
    El delegado arrugó el entrecejo y contempló a Oak con la misma perplejidad de alguien que ha visto hablar a una piedra.
     — ¿Curiosidad? ¿Sobre qué, Mayor?
     —Si lo que quieren sus jefes es llevarse el Fulgor Esmeralda, ¿por qué no hacerlo directamente? ¿A qué viene esta farsa? No tiene sentido echar un pulso con Lawrence y conmigo para que entremos en su programa.
     La sonrisa de Trana se estiró con cierta picardía, como si en el fondo hubiera esperado aquella pregunta desde el principio.
     — ¿Por qué no?— repuso— Victor Lawrence forma parte de esta nave tanto como el acero nux que pisamos ahora mismo. Para nosotros, tener el Fulgor en nuestra flota sin su comandante sería como tenerlo sin un reactor. Podemos sustituirlo, por supuesto; pero estaríamos sacrificando la identidad única de esta nave.
     —Así que todo se reduce a un problema de identidad.
  Oak profirió una pequeña carcajada.
    —Y, ¿qué hay de mí?—preguntó—. ¿Vengo incluido en el lote?
    —Usted—. Trana utilizó un tono a medio camino entre la pregunta y la afirmación—. Dale Virta; ex mayor de la Armada del Consejo. Miembro de la mítica Legión Escarlata. Salvador del planeta Malevich. Héroe de guerra y condecorado más allá de lo imaginable. Alguien que podría haber llegado a la cúpula militar de haber seguido en el ejército—. Dio un paso hacia delante. Oak se sintió como un niño a su lado—. Por supuesto que viene incluido en el lote, señor Virta.
     Trana olvidó la parte en que Oak y la mítica Legión Escarlata liberaban una mortífera pandemia a escala galáctica. Aun así, aceptó el cumplido con una sonrisa bobalicona y un lánguido apretón de manos.


viernes, 5 de julio de 2013

"En el espacio no hay sonido" - Capítulo 1.






Ésta es una novela de grandes dimensiones en la que me encuentro trabajando ahora. Mi intención es la de acabar publicándola, por lo que cualquier ayuda o sugerencia para mejorarla estará siempre más que bienvenida.

  Para situaros un poco: se trata de una space opera (algo por el estilo a Star Wars o Star Trek en lo que a magnitud se refiere) que narra tres historias paralelas correspondientes a tres personajes distintos situados en lugares dispares de la galaxia. El primer capítulo que os dejo aquí está contado desde el punto de vista de uno de ellos (Oak),y comienza con un monólogo en primera persona del mismo.

  Por último; pedir disculpas por la gran extensión del fragmento. Si se me solicita, no tendré problemas en acortarlos.








Prólogo

 En el espacio no hay sonido.


¿No me crees? Es extraño, ¿verdad? Si nunca has viajado al  espacio (no sé si lo has hecho), es posible que ni siquiera te hayas planteado la pregunta. En realidad es algo muy simple, a mí me lo habrían enseñado en el colegio si no hubiera perdido tanto tiempo apedreando perros en los círculos periféricos de Pittsburg.
    Antes de nada, vamos a repasar a grandes rasgos el concepto. ¿Cómo es que oímos las cosas? Resulta que el sonido se propaga a través de ondas mecánicas producidas por una alteración. En el caso del sonido, estamos hablando de la vibración de un objeto, como un golpecito sobre esta mesa ¿Ves? Éste es su medio; las partículas que dan forma a la mesa interactúan entre sí al estar tan unidas. Pero ni siquiera hace falta tanta cohesión; sin ir más lejos, el mismo aire que rodea esta mesa se ha alterado con el golpe que acabo de dar con mis nudillos. Ésa es la vibración que han captado nuestros oídos.
    ¿Sabes? Cuando era pequeño (no habría llegado ni a los seis años) me pasaba las soporíferas tardes de verano pegado al televisor viendo una serie de animación en la omnired. Probablemente tú no la conozcas, la cancelaron  mucho antes de que nacieras. Se llamaba Comandante Oak Gunpowder, y a pesar de derrochar en diseños toscos y en argumentos de la complejidad de una patata, a mí me chiflaba. Y si te lo preguntas; sí, a mí me llaman Oak precisamente por ese personajillo de dibujos animados tan pintoresco. Pero bueno, eso es una historia que te contaré en otra ocasión; no es cuestión de ponerse a divagar más de lo que ya hago.
    El caso es que nuestro amigo tenía un archienemigo bastante interesante: un malvado emperador que estaba decidido a invadir el utópico mundo del bonachón de Oak. No recuerdo  nombre exacto del villano, pero estoy seguro que empezaba por “Emperador” y que tenía unas malas pulgas considerables. Por norma general, en cada episodio había una batalla espacial contra la flota maligna de este déspota; ya puedes imaginártelas: un crisol de destellos multicolor, explosiones, rayos láser, naves viajando a toda velocidad, etc. Todo eso acompañado por excelentes efectos de sonido, que me fijaban como un adhesivo impalpable en el maltrecho sillón de mis padres. Lo más gracioso es que en las películas de aventuras, las bélicas y demás, ocurre exactamente lo mismo: fogonazos, idas y venidas, toberas rugientes… Incluso gritos. ¡Gritos en el espacio! Con aquello no tuve más remedio que reírme.
    Con esto no quiero decir que estos directores de cine y demás autores de ficción se equivoquen con dicha decisión artística. No me malinterpretes, muchacho. Si hubiera tenido que tragarme esa letanía de casi cuatro horas de “Sálvanos, Dickey” sin sonido en sus escenas de batalla… Bueno, decir que me habría cortado las venas sería aventurarse demasiado.
    Ahora en serio. Allí arriba no hay sonido. Más allá de la atmósfera de Circe hay un gigantesco vacío. Espera, no. Eso sería demasiado rígido, puesto que en el espacio no existe una ausencia total de materia; hay planetas, estrellas, asteroides, polvo estelar… Sin embargo, nunca vas a encontrar la suficiente cohesión entre estos cuerpos para que las ondas sonoras se transmitan como lo hacen a través del aire o de las partículas que componen la mesa. Aunque se produjera una alteración como el estallido de los motores de una corbeta o, siendo un poco más bestias, el disparo de un cañón tsneru; el sonido no tendría conductor por el que viajar.
    Todo queda suspendido en un silencio velado, casi irreal;  aunque lo que estén viendo tus ojos sea el colapso de un mundo entero. Como si se trata de una supernova; da igual. Lo único que te acompaña en esos momentos es tu entrecortada respiración y el zumbido del soporte vital. Experimenté esa extraña sensación en Malevich, a bordo de una fragata, cuando tuvimos que ponernos los trajes de vacío y salir a cambiar uno de los refrigeradores auxiliares (se había ido al traste por culpa de un mal roce con uno de los nuestros). Todo en mitad del fragor del combate. Una auténtica temeridad, ahora que lo pienso.
    Recuerdo estar encaramado a uno de los asideros del fuselaje como una ardilla a una rama en una noche de tormenta. Las piernas me temblaban y el sudor hacía balsa dentro de mi casco. Pueden decirte lo que quieran, pero en el entrenamiento en vacío de la Armada no te preparan para ese tipo de momentos, cuando un silencioso infierno relampaguea a tu alrededor y ves como, por la proximidad a las toberas de impulsión, se empieza a chamuscar el cromado de tus botas. Un objeto flotante que no llegué a identificar me golpeó en el hombro y durante unos instantes quedé agarrado al asidero con una sola mano y con mi cuerpo mirando hacia afuera. Uno de mis compañeros gritó algo a través del comunicador, pero no llegué a escucharlo.
   Fue entonces cuando contemplé por primera vez aquello que yo llamo “la ópera espacial” en su máximo esplendor. Un espectáculo de una belleza terrible: los cazas iban y venían, persiguiéndose y vomitando ráfagas que, a aquella distancia, parecían simples fuegos de artificio. Había un crucero del Cisma más próximo a nosotros; una bomba de iones había reventado en su sección central, y la explosión resultante tenía la forma de un enorme y majestuoso crisantemo naranja. Más allá, como un lienzo grisáceo, reinaba la superficie de Malevich, el planeta que habíamos ido a defender. Observé aquello con una insensata admiración, casi infantil; como si aquel cuadro caótico me estuviera dedicado. Todo seguía sumido en el mutismo del vacío, pero éste ya no me parecía tan terrorífico. 
   No recuerdo cuánto tiempo me quedé allí aferrado, ondeando como una bandera deshilachada. Lo que sí puedo asegurarte es que el miedo que me había atenazado hasta aquel instante desapareció, dando lugar a uno de los pocos momentos de verdadera paz que he tenido en mi vida. Juraría que incluso sonreí.




DALE

    Oak se percató de que llevaba varios minutos hablando para sí mismo, como si se hubiera olvidado del joven de cabello oscuro que daba pequeños sorbos a su taza de café enfrente de él, esbozando una sonrisita. La cafetería parecía haberse sumido en el silencio de su propia narración; tampoco se había dado cuenta de que la pareja que estaba desayunando junto a la ventana hacía ya un rato  que se había marchado. Incluso el anciano de mirada vidriosa que describía interminables círculos sobre la barra con un paño húmedo había  modificado sus movimientos para hacerlos más livianos y cautelosos.     
    Magrog soltó una risotada y dejó la taza sobre la mesa con un golpe sonoro.  Oak le correspondió con una sonrisa y dio un sorbo a su café. Estaba frío.
    —Te dije que iba a ponerme a divagar. Gracias por avisarme.
    —Ha estado bien, Oak— dijo Magrog sin borrar la sonrisa de sus labios—. Me ha gustado la parte en la que el profesor de física de instituto se transmutaba en un veterano de guerra melancólico.
    Oak dejó su taza junto a la de Magrog. No soportaba el café frío.
    —Me temo que tengo poco tanto de una cosa como de la otra. De física no sé mucho, y rara vez vas a verme recordar la guerra con auténtica melancolía— dijo, desviando distraídamente la mirada hacia la ventana.
   El joven Magrog se enderezó en la silla y aproximó su rostro al de Oak, como si fuera a revelarle algún chisme sin demasiada importancia.
    —Lo cierto es que parecías bastante melancólico cuando te has puesto a hablar de esa “ópera espacial”—. Magrog describió un arco con sus manos en un ademán teatral—.  Es la primera vez que escucho a alguien describir una explosión de iones como un “gigantesco crisantemo rosa”.
    —Naranja—corrigió Oak, señalándole con el dedo.
    Magrog hizo rápido un gesto con la mano, como si quisiera restarle importancia.
    — ¿Nunca has pensado en ponerte a escribir un libro? A mí me has parecido muy ilustrativo con tu relato. No sé, algo sobre tus memorias, quizás.
    —No— dijo Oak. Su sonrisa había empezado a destensarse—. Reconozco que me gusta contar historias, pero se me da fatal. Empezaría a andarme por las ramas y el relato acabaría perdiendo sentido tarde o temprano.  Además, mi vida no es tan interesante. No llenaría ni cien páginas.
    El chico sacudió la cabeza.
    —Deja a un lado esa falsa modestia. El testimonio de alguien que estuvo en una de las mayores batallas de nuestro tiempo es algo que merece estar sobre el papel. Es mi opinión.
    —Ya hay cientos de relatos sobre ello circulando por la omnired. No merece la pena.
    Magrog soltó un suspiro y empezó a juguetear con el bett que pretendía utilizar para pagar los cafés. Oak negó con la cabeza y se dispuso a extraer la cartera de sus pantalones. Magrog le agarró ágilmente la muñeca. No fue un gesto brusco,  pero la rapidez con la que lo efectuó hizo que Oak diera un respingo en su asiento.
    —Ah, ah—. El joven esbozó una sonrisa pícara—. Se acabaron los paternalismos por su parte, señor Virta. Mi primer día, mis primeras responsabilidades.
    Oak se encogió de hombros y suspiró entre dientes con cierta decepción dramatizada. Magrog liberó su muñeca y volvió a recostarse sobre su silla. Las primeras luces del amanecer hicieron resplandecer sus ojos oscuros.
    —Pasar a formar parte de la tripulación del Fulgor Esmeralda conlleva algo más que pagar un par cafés— aclaró Oak. Su voz sonaba con una seriedad mecánica, como si leyera una línea de algún reglamento. No pudo evitar que las comisuras de sus labios revelaran una sonrisa—. Recuérdalo cuando estés paseando la fregona por la cubierta de ingeniería dentro de tres horas.
    — ¡Oh, vamos!— exclamó Magrog.
    Oak se cruzó de brazos. Ese ademán parecía obligar a la resignación.
    —Eso es lo que hay— dijo—. El Fulgor es una nave vieja y hace años que no contamos con un encargado de mantenimiento en condiciones—. Oak se detuvo y quedó abstraído por un instante, como si hubiera visto un mosquito posarse sobre su nariz—.Vale, corrige eso: hace años que no contamos con ningún encargado de mantenimiento.  Además, ni te imaginas la cantidad de residuos que se acumula junto al reactor. Se  te puede ir una tarde entera en limpiar toda la mugre, y eso sin contar el tiempo que se pierde con las endiabladas rejillas.
    Magrog mantuvo su sempiterna sonrisa mientras Oak le hablaba. Aún así, podía apreciarse un minúsculo brillo de crispación en su mirada. A Oak le encantaba jugar con los sentimientos de los jóvenes neófitos que aguardaban nerviosos sus primeras misiones de escolta a bordo del Fulgor. Aquélla sólo era una de sus numerosas facetas retorcidas. No obstante, estaba seguro de que sabían que el viejo Dale Virta (más conocido como “Oak”) lo hacía de buena fe. Si no, siempre podían odiarle en secreto.
    Para él, Magrog no era como los demás, aunque no por ello le dolía más hacerle sufrir deliberadamente.  Le conocía desde hacía un año, cuando aceptó dar unas cuantas clases esporádicas de tiro en la Academia de Formación de la empresa a cambio de unos cuantos betts más en su nómina. Cuando Oak fue el primer día de instrucción, muchos alumnos no pudieron reprimir cierto entusiasmo. La mayoría de aquellos chavales había crecido escuchando noticias sobre él en la omnired, y no era de extrañar que muchos hubieran estado un tiempo en la academia militar de Circe (antes de arrepentirse), donde el de Dale era un nombre bastante sonado.
    La primera impresión que tuvo de los futuros agentes de seguridad fue la de una panda de pelotas ligeramente cargante. Un peloteo involuntario, sí; pero para él  no era  más soportable que el peloteo a secas. Oak nunca se había considerado a persona especialmente graciosa; pero aquél día, a cada pequeña coletilla ingeniosa que salía por su boca le sucedía una contundente oda de risas y adulaciones. Algunos alumnos, en cambio, tenían el firme propósito de preguntarle todas y cada una de las dudas ridículas que desfilabann por sus inquietas y jóvenes cabezas.
    El primer día lo pasaron bajo el techo de la academia, repasando algunos fundamentos teóricos en una vieja pantalla didáctica, por lo que Oak no tuvo la oportunidad de conocer personalmente a ninguno de los muchachos. La segunda clase la impartió dos semanas después, y los alumnos no mostraron menos excitación que la primera vez. Aquel día tocaba entrenamiento con marcadores láser en el circuito de tiro, donde Oak pudo evaluar más de cerca a los jóvenes. De todos los chicos con los que estuvo, Magrog fue el que hizo un mayor alarde de naturalidad en su trato, o al menos el que mejor supo fingirla. Se limitó a acertar en las dianas que iban apareciendo en el circuito, para luego escuchar con prudencia el veredicto de su tutor ocasional. El chico tenía aptitudes, y asimiló formalmente las críticas; pero aquello no era motivo suficiente para que Dale Virta lo considerase “especial” frente a sus compañeros de academia. Cuando se enteró de que  aquél muchacho de cabello oscuro deseaba fervientemente unirse a la tripulación del Fulgor Esmeralda, Oak supo que ése sí era motivo suficiente.
    —Ya está aquí—. La voz de Magrog interrumpió su abstracción. El muchacho había colocado la silla sobre sus patas traseras para ver mejor a través de la ventana—. La nave ya está aquí.
    Estaba nervioso, no hacía falta ni reparar en sus manos temblorosas. Su voz no se había atenuado, pero empezó a sonar con el deje vibrante propio de un adolescente. Ambos se levantaron para acercarse  a la ventana, que ofrecía una generosa vista de la pista de aterrizaje.
    En efecto, el Fulgor Esmeralda estaba allí; Oak pudo verlo a pesar de la bruma de suciedad incrustada en la ventana. Magrog casi pegó la nariz al cristal amarillento.
   —Es más grande de lo que imaginaba.
      La nave estaba a medio kilómetro de distancia y la luz del sol matinal apenas permitía apreciar más que una silueta. Oak no  dijo nada, hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta y dejó que el chico saboreara el momento en el que observaba por primera vez la nave que tantas fantasías infantiles había protagonizado, aunque fuera a través de un cristal que pedía a gritos una importante mano de limpieza. Sonrió para sí al ver a Magrog tan entusiasmado; en cierto modo, habían recorrido aquél camino juntos. El triunfo también era suyo.
    Oak le dio unas palmaditas en el hombro. 
    —Menuda belleza, ¿eh?
    —Ha entrado un camión en la pista—dijo Magrog ignorando sus palabras—. Creía que llenaban los depósitos en la órbita.
    Oak localizó sin demasiado esfuerzo  al vehículo de color gris que atravesaba el asfalto levantando una estela de polvo. En efecto, iba hacia el Fulgor, que apenas llevaba un minuto tocando tierra firme con sus enormes patines neumáticos. Sacudió levemente la cabeza y se apartó del cristal.
    —Ése no es un camión de repostaje— dijo—. ¿Ves la insignia de la parte derecha? ¿El pentágono inscrito sobre el círculo?
    — ¿Sanidad?—. Magrog enarcó sus pobladas cejas sin apartar la mirada de la ventana—. ¿Qué hacen…?
    El chico lanzó una mirada extrañada a Oak, que lo observaba con expectación. Al cabo de unos instantes, Magrog abrió mucho los ojos y formó una “o” con sus labios.
   —Vale, ya lo pillo— dijo, asintiendo—. Me había olvidado por completo.
   Oak le restó importancia con un ademán. Mientras tanto, el camión se había detenido a unos veinte metros de las toberas de la Nave con una nube de polvo a su alrededor. De repente, se abrieron multitud de puertas y una tropa de hombrecillos enfundados en trajes blancos entró en escena. Dos de ellos portaban unos artilugios asidos a sus espaldas muy parecidos a fumigadoras. Por supuesto, no lo eran.
    Sensores N; Oak los había visto en más de una ocasión.
   —Les llevará un rato darle un repaso a la nave— señaló Oak.
   —No importa—.Magrog ya caminaba hacia la barra—. Quiero verla de cerca. Al menos todo lo cerca que se nos permita.


    Oak dejó que Magrog pagara los dos cafés tal y como habían acordado.  Tras conceder un gentil “buenos días” al aburrido dueño de la cafetería, bajaron en ascensor. Cinco minutos después,  abandonaron el vasto y grisáceo edificio de la terminal y comenzaron a recorrer el largo tramo de pista que los separaba del Fulgor Esmeralda.
    Empezaron dando relajados pasos, como un par de ancianos que pasea por un parque a una hora temprana. Los primeros despuntes del alba habían dado paso a un sol cegador, por lo que la mayor parte del camino tuvieron que hacerse visera con una mano. El aire, frío como un témpano de hielo, arrastraba el dulce aroma a caucho y aceite de motor. Oak aspiró hondo por la nariz y dejó que aquella brisa gélida le hiciera un poco de daño en el pecho. Fue una sensación le reconfortó; sería una de las últimas bocanadas de aire medianamente puro que respiraría en los tres meses que le esperaban allá arriba.
    Los primeros veinte pasos sobre la pista los dieron en silencio, pero no fue un silencio incómodo. Oak caminaba con los ojos cerrados y disfrutaba de una dosis de oxígeno matutino, mientras que Magrog apreciaba embobado como el Fulgor se iba haciendo más y más grande en su campo de visión. Podrían haber seguido así hasta que un agente de sanidad les hubiera cortado el paso, pero Magrog decidió iniciar una nueva conversación. Oak abrió los ojos.
   —Antes has dicho que yo nunca había estado en el espacio.
   —He dicho que no lo sabía— volvió a corregirle Oak. Carraspeó un poco al acabar.
   Sus pasos se hicieron todavía más lentos, como si buscaran retrasar su llegada al perímetro sanitario.
   —Pues resulta que sí he estado— continuó Magrog mientras una ráfaga de viento le alborotaba el flequillo—. Cuando tenía dieciséis años, fui con mi madre a visitar a mis abuelos en Wellman. Creo recordar que fueron cuatro horas de viaje en una lanzadera de pasajeros de Cole SpaceWays.
   Oak le dedicó una mirada condescendiente.
   —Me has malinterpretado, Mag.  Con “estar en el espacio” no me refería a “viajar en el espacio”. Vale sí, es algo parecido; pero  en una nave esas sensaciones  de las que te he hablado se pierden. Tenemos gravedad artificial, una extensa variedad de sonidos y un soporte vital que nos suministra oxígeno y nos hace sentir casi como en casa—. Negó con la cabeza—. No. Yo me refería a embutirte en un traje de vacío y salir a observar “la ópera espacial” en sí misma. Es algo totalmente diferente.
    Uno de los hombrecillos de traje blanco que patrullaban las inmediaciones de la nave comenzó a observarlos con la cabeza ladeada. El brillo en los visores de su máscara de gas le otorgaba un aspecto fantasmagórico. Ya no estarían ni a cien metros del perímetro.
    —Supongo que en este trimestre tendré tiempo para todo–. Magrog empezó a hurgar en su bandolera de forma distraída, sin apartar la vista de su objetivo—. Espero no haberlo olvidado…
    Oak caminaba un poco adelantado y tardó en percatarse de que el muchacho se había parado varios metros a sus espaldas. Fuera lo que fuese que estuviese buscando, no estaba en la bandolera. Liberó la mochila de sus brazos y reanudó su desesperada búsqueda en ella. El cada vez más cercano rugido de las toberas obligó a Oak a  elevar la voz.
   — ¿Qué estás haciendo?
   —Ah—. Mag suspiró aliviado. De la mochila sacó un objeto pequeño, plano y oscuro que puso frente a su rostro —.No te muevas; ésta va para los chicos de la academia.
   Se trataba de un terminal de omnired (los más jóvenes los llamaban simplemente terms), un chisme capaz de conectar a un chico como Magrog con un billón de almas diseminadas por todo el espacio del Consejo. En aquel momento estaba utilizándolo para sacar una instantánea de una célebre nave venida a menos junto a un célebre veterano venido a menos. Oak negó con un ademán de su dedo índice y se apartó ágilmente de la trayectoria del aparato.
   — ¿Por qué no?— repuso Magrog dejando caer los brazos a ambos lados de su cuerpo.
    Oak se mantuvo quieto y sin decir nada. Seguía con las manos embutidas en los bolsillos de su chaqueta y sus ojos no miraban ningún punto concreto.  Mag desistió rápidamente y extendió la mano que sostenía el term hacia Oak.
    —Está bien, sé todo lo testarudo que quieras— dijo—. ¿Puedes echarme una a mí?
    —No veo inconveniente. —Oak tomó el terminal por una de sus esquinas y lo examinó con el ceño fruncido—. Vas a tener que explicarme cómo va esto; el mío no tiene tantos botones.
   Magrog, que ya había empezado a buscar un buen sitio para posar, tuvo que volver sobre sus pasos, resoplando. Arrebató ágilmente el aparato de las manos de Oak y acarició un par de veces su superficie táctil. Cuando se lo devolvió, había una sonrisa petulante dibujada en sus labios.
    —Sólo tienes que apuntar y darle a este botón rojo— señaló—. ¿Serás capaz de hacerlo?
   Oak le dio una pequeña colleja a Magrog  después de coger el aparato.  El joven soltó un quejido sarcástico y regresó al lugar donde había posado en un principio. Se cruzó de brazos y ladeó un poco el cuerpo hacia la derecha. Su rostro exhibía una seriedad teatralizada.
    — ¿Todos los capullos de tu edad tienen que posar de la misma manera?— se mofó Oak mientras posicionaba el term frente a él.
   Pulsó el botón rojo con un dedo tembloroso y el aparato profirió el sonido de un obturador al cerrarse. De este modo, Magrog quedó retratado para la posteridad junto a una de las naves más emblemáticas de la Guerra de la Capitulación. Oak temió que aquella no sería la última. Bajó el term y contempló por unos instantes aquella estampa con sus propios ojos. Mag permaneció quieto en el mismo lugar, pero ya no posaba.
      — ¿Qué pasa? ¿Otro ataque de nostalgia? ¿Añoras las trepidantes batallas a bordo de esta monada?
      —No— repuso Oak, sacudiendo la cabeza—. Si fueras tan ducho en la historia de tu nación como dices ser, sabrías que yo nunca serví en esta nave durante la Guerra.
    Caminó hasta Mag y le lanzó el term con un ágil ademán. El chico, desprevenido, lo atrapó en el aire con ambas manos y maldijo a Oak entre dientes. ¿Cuánto podía costar un chisme de esos? ¿Novecientos? ¿Mil betts? El aludido siguió caminando despreocupadamente, con las manos en los bolsillos.
    —Tienes razón. — Mag trotó hasta ponerse al lado de Oak—. Pero estuvieron a punto de asignarte a ella, ¿me equivoco?
    Oak asintió sin apartar la vista de la nave y del bullicio a su alrededor. El hombre del traje blanco seguía mirándolos. Era cuestión de tiempo que empezara a caminar hacia ellos mostrando la palma de la mano para cortarles el paso.
    —Ahí te he visto más fino, Mag: estuvieron a punto de sacarme de la Legión Escarlata para ayudar en la defensa de Circe a bordo del Fulgor. — Miró al joven a los ojos—. Muy poca gente sabe eso. Al gobierno nunca le gustó darle bombo.
    —Bueno, ya sabes que no existen secretos entre esta nave y yo— dijo con cierta altanería—. Puede que ésta sea la primera vez que la veo, pero he estudiado su historia al milímetro.
     Un pequeño transporte sobrevoló sus cabezas, impidiendo a Oak hablar durante unos instantes. Cuando el vehículo se alejó dando bandazos en el aire, miró a su acompañante con un desdeño sarcástico.
    —Lo de colocarme a bordo del Fulgor durante la guerra ha sido un flaco favor a tu faceta de estudioso. Lo siento mucho; ya no podré mirarte con los mismos ojos.
     —¡Oh, por Dios! ¿Disfrutas torturándome?— Al fin se había dado cuenta—. ¿Qué hay de ti? A ningún presidente le gusta que uno de sus mejores soldados le dé esquinazo en un momento tan crucial.
    —No le di esquinazo— replicó Oak, negando enérgicamente con la cabeza—; la Legión tenía una misión importante, muy importante; y yo formaba parte de ella. Mi presencia en el asedio de este planeta no habría cambiado nada, créeme.
    Mag asintió con un gesto comprensivo. Abrió la boca para añadir algo a la conversación, pero un balbuceo difícilmente audible hizo desviar su mirada hacia delante. Era el hombre del traje blanco, que por fin había decidido poner punto y final a aquel plácido paseo matutino. Tal y como había predicho  Oak, el agente de sanidad se acercó a ellos con la mano extendida y con pasos metódicamente decididos. Sólo pararon cuando lo tuvieron a una distancia de tres metros.
   —Disculpe las molestias, Mayor Virta — dijo. Su voz sonaba amortiguada, como si hablara desde el interior de una pecera—; debemos conservar el perímetro mientras escaneamos la nave. Tendrán que esperar aquí a que terminemos.
   El agente seguía con la mano levantada, como si se le hubiera quedado encajada en esa postura. Oak distinguió unos ojos claros y vidriosos al otro lado de los visores de la máscara.
    —No se preocupe— contestó con naturalidad—, conozco el procedimiento. Nos quedaremos aquí, quietecitos.
     No había podido reprimir una sonrisa al escuchar la palabra “mayor” junto a su apellido.
     El hombrecillo realizó un gesto de aprobación con el dedo pulgar y dio media vuelta para regresar a sus enérgicos quehaceres. Oak no se había dado cuenta hasta aquel instante de que la rampa de la bodega había sido bajada, y que los chicos de sanidad habían empezado a desplegar una oruga de plástico desde el interior. Supuso que pronto empezaría a desfilar la tripulación de la nave por ella.
La voz de Mag sonó a su lado con aire preocupado.
     —Sé que las inspecciones sanitarias son necesarias; pero, ¿todo este montaje es necesario?
     Oak no supo qué contestar a esa pregunta. Lo cierto es que aquel equipo de sanidad actuaba de forma inusualmente frenética  y casi, incluso, teatral. La rapidez con la que habían salido a la pista, el número de sensores N (dos, cuando siempre había bastado con uno para dejar la nave limpia), e incluso la cantidad de efectivos en el equipo… Todo tenía un pequeño toque inquietante.
     Se encogió de hombros, y optó por no poner a Mag más nervioso de lo que ya estaba.
     —Supongo que tendrá que ver con el aumento de brotes en este estado durante el último mes. No te preocupes.
     Uno de los agentes, el que les había cortado el paso, corrió apresuradamente hasta la parte trasera del camión. Allí, abrió una pequeña portezuela y empezó a trajinar en el interior. Mag estiró el cuello hacia un lado para ver lo que hacía. Oak estuvo a punto de apelar a su discreción, pero no hizo falta; el hombrecillo ya había encontrado lo que buscaba, y ahora corría hacia el extremo exterior del túnel transparente.
    — ¿Qué es eso que lleva?— inquirió Mag, señalando a aquél individuo con la barbilla—. Parece una especie de contador geiger.
    —Creo que es un sensor N en miniatura.
    Tres sensores N en una misma inspección. Aquello hizo que Oak lanzara un gruñido receloso. Mag le dedicó una mirada extrañada, pero ninguno de los dos dijo nada más al respecto. Después de todo, por el momento sólo podían hacer conjeturas y, con el tiempo, esa actividad acabaría por volverse tediosa.
        La nave estaba dispuesta horizontalmente frente a ellos, con sus generosos noventa metros de eslora atravesando su campo de visión. Oak señaló a la izquierda, hacia la proa.
    — ¿Qué tal si vamos a echar un vistazo al puente? A lo mejor podemos saludar a alguien que esté asomado allí.
    Había formulado aquellas palabras como una pregunta. Sin embargo, no había terminado de hablar cuando pasó un brazo sobre los anchos hombros de Mag y encararon juntos la parte delantera de la nave. El chico no opuso resistencia; simplemente se dejó llevar con aire distraído y con el rostro vuelto hacia el accidentado y sombrío fuselaje del Fulgor Esmeralda.
    Oak reflexionó. Para él, después de quince años,  el Fulgor se había convertido en algo tan familiar como el rostro de una madre. Sabía reconocerlo, describirlo; pero el impacto de la primera vez había desaparecido. Cada vez que la miraba, sus ojos obviaban los pequeños y grandes detalles que la hacían maravillosa; los mismos que le habían fascinado en su juventud.
     ¿Por dónde podía empezar?
     Su formidable timón de dirección, por ejemplo, que sobresalía del fuselaje como la aleta dorsal de un enorme escualo de acero, elevando la altura de la nave hasta los treinta y cinco metros; o la deslizante curva que describía su perfil, acabado en un morro puntiagudo y gacho, bajo el cual descansaba la increíble esfera del puente; sin duda,  una de las proezas de ingeniería más atrevidas que había visto.
    La impronta de la mano de obra pruss era indiscutible y, en cierto modo, era una de los tantos detalles que hacían de aquella vieja corbeta un objeto tan especial.
    Detalles. Eran demasiados y difíciles de enumerar; Oak lo sabía. Pero, si se le hubiera dado la oportunidad de elegir uno de ellos, se habría decantado por su color, sin dudarlo ni un instante.
    Con la luz  de aquel amanecer golpeando el lado opuesto de la nave, una persona como Magrog podría haber jurado que era completamente gris; no obstante, estaría equivocada. Dos horas después, a las once de la mañana, la tonalidad cenicienta daría paso a un perfecto verde-mar, sobre todo si el tiempo seguía manteniendo los cielos despejados. Si, en cambio, las nubes hacían acto de presencia, el Fulgor se convertiría en una criatura de un color oliva plomizo, el cual le otorgaba el aspecto solemne de una máquina anciana.
    La paleta de colores verdosos era inmensa, y alguien con la suficiente imaginación habría encontrado similitudes entre éstos y las distintas facetas de la nave. Sin embargo, para Oak, su mejor encarnación era la del verde esmeralda; el color que le daba nombre. Sólo lo había visto en contadas ocasiones, como un pez de las profundidades que no se deja ver con facilidad.  El Fulgor sólo se vestía con ese color cuando recibía la luz de una estrella azul.
    Oak miró al joven que lo acompañaba, y por unos instantes sintió cierta envidia sana hacia él. Al menos eso es lo que él habría dicho. Deseó estar en su lugar, y apreciar la belleza indómita de aquella criatura por primera vez.
    Pero aquel momento ya había pasado. Es más: ni siquiera lo recordaba.

    Antes de que se diera cuenta, sus lentos pasos los habían llevado junto la estructura de cristal del puente. Desde aquella perspectiva, la enorme esfera nervada concedía a la nave un extraño aspecto ciclópeo. Aunque el perímetro sanitario les impedía acercarse más y el sol centelleaba con fuerza en el cristal, el interior era visible, y Oak pudo distinguir las tres plataformas superpuestas que lo conformaba el puente: timón, tribuna del capitán y observación. Incluso los pares de escaleras curvas que unían un nivel a otro eran apreciables a aquella distancia.
    Mag suspiró con satisfacción.
    —Algo me dice que ésta va a ser mi parte favorita de la nave— dijo.
    —Algo me dice que vas a pasar poco tiempo en ella— repuso Oak casi al instante—. Te recuerdo que tienes una cita con la fregona.
    El chico soltó una carcajada nerviosa, sin añadir nada más. Sabía que luchar contra la faceta retorcida de Oak era como dar puñetazos al viento: sólo acabaría con agujetas.
    De repente, una silueta empezó a hacerles señales desde el interior de la esfera; concretamente, en el nivel intermedio: la tribuna del capitán. Oak se hizo visera con una mano e intentó averiguar de quién se trataba. En un principio, la luz solar que atravesaba el interior de la esfera le impedía ver más que una sombra; sin embargo, los pequeños saltitos que daba, la inconfundible forma de una coleta que bailaba de un lado a otro y el modo en que enarbolaba los finos brazos ya le hacían formarse una idea de quién podía ser.
    Cuando se acercó más al cristal, aquél enigmático personaje rebeló su identidad.
    Oak rio de alegría y le correspondió con otro enérgico saludo. Magrog se estremeció un poco al oírle reír.
    — ¿Quién es?— preguntó Mag.
    — Se llama Yana— contestó Oak, sin dejar de sacudir la mano—. Me alegro de verla a bordo; el último trimestre no estuvo con nosotros.
    Yana realizó una serie gestos teatralizados y articuló algunas palabras separando mucho los labios. Señalaba repetidamente hacia la derecha. ¿”Salida”? ¿”Lo sabía”? Ninguno de los dos dio con la tecla de lo que la muchacha de cabello rubio intentaba decirles. Al final, Yana desistió en su espectáculo mímico y dejó caer los brazos pesadamente. Parecía que había más movimiento de personas detrás de ella, en el puente. Debían estar preparándose para desembarcar, lo cual resultaba tranquilizador. La chica les dedicó un gesto de despedida y articuló una frase que sí entendieron: “Ahora nos vemos”.
    Oak se cruzó de brazos y se volvió hacia Mag, que acababa de dejar su bolsa de viaje en el suelo, junto a sus pies. Suspiró aliviado, como si se hubiera liberado de una pesada carga.
    —Y, ¿bien? ¿Qué te parece?
    El joven extendió los brazos y luego los dejó caer, como alguien que no ha encontrado las palabras apropiadas para expresarse.
    —Maravillosa, Oak. Sé que sonaré trillado; pero contemplarla con tus propios ojos  es muy diferente a las imágenes que uno puede ver en la omnired. Y pensar que voy a estar dentro de aquí a unas horas — En su mirada podía apreciarse el brillo de lágrimas contenidas; su voz volvía a temblar—. Todo te lo debo a ti. Gracias.
    En ese momento, Oak pensó que Mag estaba dispuesto a darle un abrazo. Recibió, en cambio, un simple estrechón de manos, aunque uno muy fuerte. Lo que vio dibujado en el rostro del muchacho fue el vivo retrato de una franca felicidad, y aquello le hizo sentirse mejor de lo que se había sentido en años.
    Se sentía satisfecho. Había hecho feliz a otra persona.

    La espera se hizo más larga de lo que habían imaginado, y los miembros de la tripulación no empezaron a respirar el  aire de Circe hasta hora y media después. Oak y Mag esperaron sentados sobre el asfalto mientras sus sombras se iban haciendo cada vez más chatas. Mantuvieron una discusión insustancial sobre la eficacia de los impulsores auxiliares  en corbetas pequeñas y recordaron alguna que otra anécdota de los días de Mag en la academia. Aquello les sirvió para proferir grandes carcajadas y amenizar ligeramente la espera.
     Oak reía, pero su atención estaba dividida. Un emisferio estaba acaparada por Magrog y su conversación; el resto, por el trabajo del equipo de sanidad. Aquello no era una simple inspección rutinaria. Oak intentaba acallar la vocecita en su interior que le advertía de que algo no iba ni iría bien, pero no pudo. Llegó a temer que pusieran a la nave en cuarentena. Sólo cuando vio que una figura desdibujada se habría paso a través de la oruga de plástico, Oak respiró más aliviado.
    —Mira—señaló Mag—: ya salen.
    Se levantaron con las piernas adormecidas y contemplaron con expectación la entrada de la bodega. El primero en salir fue uno de los agentes de sanidad; Oak no lo había distinguido desde el exterior. En una mano sujetaba el sensor N en miniatura que habían visto antes y con la otra hacía señas a sus compañeros, que se dispusieron en una media luna frente a la entrada. El hombrecillo esperó a que el tripulante se abriese paso hasta el exterior para empezar a escanearlo.
    La luz de las once de la mañana deslumbró a un hombre menudo y de mediana edad con aspecto de haber sobrevivido a una tormenta tropical.
    Era Chris; Chris Ting, uno de los cinco técnicos de ingeniería de los que disponía el Fulgor Esmeralda. Llevaba el mono de  trabajo puesto; era de color caqui, al menos en aquellas zonas que no estaban cubiertas por una mugre negruzca. Para rematar su aspecto desaliñado, lucía una maltrecha gorra de los Green Panters sobre su cabello humedecido.
   Chris dio sus primeros pasos por la pista con aire distraído y secándose el sudor del rostro con la manga del mono. Cuando reparó en Oak, levantó un pulgar de su mano enguantada hacia él. En su rostro redondeado se distinguía el destello blanco de una risita. A Oak aquello no le sirvió: aún seguía preocupado por toda aquella parafernalia.
    El tipo del sensor N detuvo a Chris con un ademán para, acto seguido, empezar a hacer un chequeo exhaustivo de su cuerpo. Chris extendió los brazos como un chiquillo castigado y aguantó mientras el tubo metálico del sensor se paseaba a unos escrupulosos diez centímetros de la ropa. El agente hizo el chequeo una delicadeza metódica,  casi quirúrgica, como si aquel ingeniero de corta estatura fuera a explotar si se hacía un movimiento más brusco de la cuenta.  El aparato emitía un zumbido particular, similar al de los Sensores-N de mayor tamaño, aunque más agudo y vibrante; como si una mosca revoloteara atrapada en el interior de una estrecha tubería.
    Chris contuvo la respiración cuando el sensor pasó cerca de sus partes bajas, y Oak ahogó una carcajada contra su puño. Él nunca se había visto sometido a un chequeo tan personalizado como aquél, por lo que no sabía qué se sentía con todas esas pequeñas descargas N tan pululando tan cerca de su cuerpo. Desde luego, los gestitos mímicos de Chris no eran del todo tranquilizadores.
    Al terminar, el agente le dio un par de palmaditas en el hombro y le dejó marchar. Mientras tanto, por la oruga de plástico ya caminaba el siguiente tripulante. Oak dedujo que, si seguían a aquél ritmo, el último en salir lo haría justo a tiempo para el almuerzo.
    Chris se alejó de la sombra de la nave con una sonrisa lozana dibujada su rostro curtido. Su cinturón de herramientas profería un tintineo metálico a cada paso que daba.
    —¡Dale Virta!— exclamó con los brazos extendidos— ¡Creía que no vería más ese pelo rubio por aquí, cabronazo!
    Se abrazaron,  y Oak sintió cómo sus fosas nasales se llenaban con el olor a combustible y  sudor amargo. Era como abrazar a un neumático viejo.
  —Sólo quince días de permiso, Chris; tampoco ha sido tanto—dijo Oak. Su voz sonó amortiguada contra el hombro de su compañero—. ¿Es que me has echado de menos?
   Chris se apartó de Oak y se quitó la gorra. La sacudió contra su pierna, diseminando pequeñas gotitas de sudor junto a sus pies.
   —Sólo durante nuestras partidas de los martes por la noche—repuso en tono burlón—; una quincena es demasiado tiempo sin desplumarte.
Chris examinó su gorra de los Green Panters después de agitarla varias veces; dejó de gotear, pero el tejido  seguía oscurecido por el sudor. Su corta melena negra estaba tan empapada que parecía una mancha alquitranosa adherida a su cabeza.
  —He estado más de media hora esperando dentro de esa cosa de plástico— señaló a la rampa de la bodega con la mano que sostenía la gorra—. Eso me pasa por hacerme el listillo y querer salir el primero. Y ahora tendré que esperar Dios sabe cuánto más para que me den mi equipaje —.Chris suspiró con resignación y se secó la frente con la manga de su mono. Con un rápido ademán, restó importancia a lo que acababa de decir. De repente, su mirada se trasladó al hombro de Oak—. ¿Éste es tu chico, Dale?
    El aludido asintió. Casi se había olvidado de que Mag seguía a su lado, callado y tieso como un palo; aquella seriedad inusitada le arrancó  una  leve sonrisa. El chico extendió su pálida mano hacia Chris; éste se la estrechó, sonriente. La pringue del guante le ensució los dedos, aunque Chris parecía no darse cuenta. Quizá tampoco le importara demasiado.
    Oak se alegró de que fuera él quien desembarcara primero; Mag estaba inquieto. No sólo eso: apestaba a nervios; Oak podía sentirlo con más fuerza que el intenso olor a sudor que desprendía Chris. Aquél momento, el primer contacto con alguien de la tripulación, iba a ser crucial, y sabía que de entre las 34 almas que habitaban el Fulgor Esmeralda, Chris era de los más cercanos a la actitud jovial y desenfadada de Magrog. Esperaba que  una buena primera impresión le reconfortara; iba a pasar, como mínimo, los siguientes tres meses de su vida con él y todos los demás encerrados en un viejo cajón de metal.
     —Yo soy Chris, de ingeniería. Por lo general estoy más limpio y huelo mejor, así que procura borrar esta visión de mí con el paso del tiempo—. Entrecerró sus minúsculos ojos y señaló a Mag con el dedo—. Oak nos ha hablado mucho de ti: el famoso chico de la academia. Tu nombre era… ¿Carl? ¿Hag…?
     —Mag— se apresuró a indicar el chico—Magrog Vanscoy, encantado.
     —¡Vanscoy!—Chris empezó masajearse la barbilla con aire pensativo—. Vanscoy, Vanscoy… No tendrás familia en Santa Alberta, ¿verdad?
     Una de las excentricidades de aquél individuo embadurnado con aceite de motor era pensar que todo ser sostenido sobre dos patas tenía, al menos, un familiar residiendo en su ciudad natal: la recóndita Santa Alberta, comúnmente llamada “el culo de Circe”. Oak aún esperaba que Chris obtuviese la primera respuesta afirmativa a aquella pregunta tan recurrente. Con Magrog no hubo excepción; el chico juntó los labios y negó sacudiendo sus oscuros rizos.
    —Bueno—dijo, fingiendo decepción—, me había sonado el apellido, nada más.
    Se giró de nuevo hacia Oak con un guiño de complicidad centelleando en sus ojos. De repente, su expresión se tornó ligeramente sombría.
    — ¿No sabrás nada de estos tipos, verdad?— preguntó, señalando con el pulgar sobre su hombro—. Es la inspección más exhaustiva que he visto nunca, tío. Como si el mismísimo presidente fuera a cenar en la nave, ¿sabes?
    Oak miró al suelo y se encogió de hombros.
   —Iba a hacerte la misma pregunta, Chris.
   —Entonces me temo que tú y yo sabemos lo mismo—. Chris pivotó un poco sobre una de sus cortas piernas y volvió la vista hacia el Fulgor—. Dentro no nos han dicho ni “mú”. Simplemente han entrado y han empezado a gruñir instrucciones. Ni siquiera el comandante parece saber nada.
   Oak asintió, reflexivo.
   — ¿Sabes cuándo sale?— inquirió—. Me refiero a Lawrence; quiero hablar con él.
   Chris bajó la cabeza y se rascó el cogote con los ojos entrecerrados. Tardó unos segundos en contestar.
    —Hoy tiene uno de sus días, Oak; así que supongo que querrá salir a respirar aire fresco en cuanto pueda—. Fue bajando el volumen de su voz gradualmente, aunque nadie pudiera escucharle a más de tres metros por el aullido de los  reactores—. A decir verdad, no le vendría nada mal despejarse un poco.
   “Uno de sus días”. No hacía falta indagar demasiado para saber a qué se refería Chris con aquella expresión. Con los años, los ataques de jaqueca que sufría el comandante se habían convertido en algo casi usual, pero no menos penoso. O’Conail, el médico de abordo, los achacaba al tratamiento, y Oak le creía. A pesar de los múltiples mensajes tranquilizadores de la Industria Farmacéutica al respecto, todo el mundo sabía de las terribles cefaleas que causaban los inmunosupresores en los pacientes con implantes. Esto, sumado al temperamento tan especial de Victor Lawrence y al carácter hermético de la nave,  daba lugar a situaciones ciertamente delicadas.
    —Eso le sentará bien—afirmó Oak—. ¿Lleváis mucho tiempo sin pisar tierra firme?
    — ¿Desde que te fuiste de permiso? Ésta es la primera vez—. Chris soltó una risita quejumbrosa—.  El carguero de la semana pasada sufrió una avería a medio camino, dejándonos sin tiempo para descansar para el siguiente.
    —Entonces debe de estar que trina.
    El ingeniero exhaló un suspiro prolongado mientras negaba con la cabeza.
    —Bueno, ha sido toda una alegría volver a verte y conocer a tu chico; pero, con vuestro permiso, yo necesito tomarme algo caliente— aclaró Chris—. Nos veremos más tarde.
    Dicho esto, propinó un leve puñetazo al hombro de Oak y palmeó enérgicamente el de Mag. Después, empezó a caminar con pasos enérgicos en dirección a la terminal. Cuando ya había recorrido unos diez metros, se giró sobre sí mismo y elevó su voz por encima de los rugientes motores.
    — ¡Que os sea leve!— exclamó,  y se marchó con una sonrisa pícara dibujada en su semblante circular.
  
Tal y como había vaticinado Chris, Lawrence no tardó en lanzarse a respirar la atmósfera de su mundo natal. Cojeando ligeramente de su pierna izquierda, el comandante condujo su corpulento cuerpo hacia el exterior de la oruga de plástico. Su semblante rubicundo contrastaba ridículamente con su entrecana melena, la cual llevaba recogida en una desastrosa coleta que se agitaba a merced de las sacudidas del viento.
    A aquella distancia ofrecía el aspecto desaliñado de alguien que ha pasado la noche durmiendo en un transporte público.  A Oak no le gustó concebir aquella analogía, pero algo le decía que era la más acertada; luego lo pensó mejor, y supo que la acción de “dormir” no encajaba del todo bien en su símil. Dudaba  mucho que Victor hubiera pegado ojo en toda la noche.
    Cuando el comandante habló, su voz sonó como el trueno lejano en una tormenta estival. Era su tono habitual, por el momento no había razón para alarmarse.
    —Vamos a terminar rápido con esto, ¿de acuerdo?— dijo a los hombres de blanco que le rodeaban. Bramó como un toro y extendió ambos brazos para que empezaran con la inspección.
    Aquél era, sin duda,  “uno de sus días”. 
    —No parece que esté de muy buen humor— advirtió Mag detrás de él. Sólo entonces se dio cuenta de lo poco que había hablado el chico en los últimos diez minutos—. Chris tenía razón.
    —Vale—. Oak se volvió hacia él y empezó a sacudir su dedo índice. Aquél gesto le confería un extraño aire paternal—. Probablemente no te estaría diciendo esto si Victor Lawrence fuera… No sé: el encargado de mantenimiento que nos falta, por ejemplo—. Negó con la cabeza mientras la sonrisa de Mag se destensaba poco a poco—. Ese hombre que ves ahí es la máxima autoridad en la nave. Y creo que he cometido un gran error al no decirte hasta ahora que se trata de una persona complicada. Mi amigo, sí; pero con sus defectos.
     Mag se estremeció ligeramente, como si esperara la sacudida de un vendaval.
     —Vaya—dijo—. Gracias por contribuir a mi ya de por sí perjudicada tranquilidad.
     —Hablo en serio— le espetó Oak—. No tenemos mucho tiempo. Por ahora, te diré lo que no tienes que hacer en su presencia—. Comenzó a enumerar con los dedos—. Primero y más importante: no menciones para nada lo de su brazo, y ni se te ocurra quedarte mirándolo fijamente.
    — ¿Su brazo?—. Mag arrugó la frente, extrañado—. ¿Qué hay de malo con su brazo?
    —Te lo explicaré más tarde— continuó Oak, atropelladamente. Levantó el segundo dedo—. No le lleves nunca la contraria en una conversación, por muy trivial que ésta sea; mucho menos en una discusión. Si tienes alguna queja o no estás de acuerdo con cualquiera de sus métodos, aguanta el chaparrón y acude a mí luego.
    Mag asintió.
    — ¿Por qué, simplemente, no me quedo callado ahora, sin hacer nada, y luego me sueltas todo este reglamento de última hora? Cuando estemos más tranquilos.
    Oak abrió la boca. Iba a decirle que, aunque pareciese descabellado, a Lawrence tampoco le gustaba que la gente guardara demasiado silencio en su presencia. Que aquello, entre un millón de cosas más, le sacaba de quicio y acentuaba los efectos del Árkalix en su organismo. Que, como había pasado en varias ocasiones, sus arranques de furia podían resultar en la marcha, tanto voluntaria como obligada, de tripulantes recientemente incorporados.
    Antes de que pudiera articular cualquier sonido y decir todo esto, un relámpago tronó a sus espaldas.
    — ¿Vas a darte la vuelta tú, o voy a tener que darte golpecitos en el hombro?
    Se giró lentamente, y allí estaba Victor Lawrence, Comandante de la Nave de Escolta de Seguridad 528 de Industrias Roark, rojo y menudo como una boca de incendios. Tenía los brazos en jarra y, sorprendentemente, esgrimía lo que parecía ser una sonrisa. En cambio, en sus ojos, verdes y pequeños, se atisbaba un cansancio insondable.
    Parecía que había envejecido diez años en tan sólo quince días.
     —Dale— dijo Lawrence.  Fue cojeando hasta ellos—: no hay persona en este mundo con la que más necesite hablar en este momento.
     Había sacado un papel plegado y amarillento del bolsillo de su chubasquero. Lo sostuvo con su mano izquierda, envuelta en un guante tan negro como el tizne. Oak pensó que iba a entregárselo, pero no lo hizo. Victor se quedó quieto a dos metros de distancia, con el papel zarandeándose y crepitando entre sus dedos a cada ráfaga de viento. 
    —Ha llegado esta mañana…—dijo. De repente, se interrumpió e inspiró entre dientes, cerrando los ojos fuertemente. Cuando el ataque de jaqueca había cesado, volvió a empezar—. Ha llegado esta mañana a mi terminal, justo cuando entrábamos en la atmósfera. He decidido imprimirlo para que lo veas.
    Seguía sin soltar el papel.
   — ¿Un mensaje? ¿Por qué no lo has enviado a mi term?
   —Protección anti-captaciones— se limitó a contestar con un leve encogimiento de hombros—. No me preguntes cómo ha hecho Yana para conseguir sacarle una dichosa copia en papel. Esa chiquilla vale su peso en oro.
    Un mensaje protegido contra captaciones. Conocía su funcionamiento, aunque de una forma bastante general. Por lo que había escuchado, al moverse sólo por canales seguros, estos mensajes se hacían virtualmente intransferibles a otros terminales más allá del propio destinatario. Guardaban un terrible parentesco con las transmisiones encriptadas que la Legión Escarlata utilizó durante la guerra para comunicarse con los gobiernos aliados.
    Aquello empezaba a apestar más de la cuenta. Muy pocas entidades en el Consejo hacían uso de una técnica de encriptación tan compleja. Él mismo quedó fascinado cuando supo que Yana había conseguido imprimir el mensaje. Si lo que había oído era cierto, los archivos con protección anti-captaciones bloqueaban la mayoría de las funciones del soporte sin posibilidad alguna de pirateo.
    Volvió la vista hacia Mag, y éste asintió con resignación. El chico había comprendido la indirecta a la primera; Oak no esperaba menos de él. 
    —Vale; yo…— Empezó a dar pequeños pasos hacia atrás—. Yo daré una vuelta por aquí cerca. No os preocupéis.
    Se alejó, con las manos entrelazadas en la nuca y dando tumbos distraídos.  Después de todo, Lawrence ni le había dirigido la palabra en su primer encuentro. Oak no supo discernir si aquello era algo positivo o negativo para su futura relación. De todas formas, se sintió aliviado.
    —Tu chico, me imagino—observó el comandante—. Nos habríamos presentado como es debido si las circunstancias hubieran sido distintas—. Extendió el papel amarillo hacia Oak, por fin—. Eres el segundo de abordo y tenía que compartirlo contigo. Léela atentamente; no tiene desperdicio.
   Cogió el mensaje con movimientos cuidadosos. En su mano, aquél trocito de papel inofensivo parecía tener el peso de una bomba de relojería. Procedió a desdoblarlo delicadamente, con la atenta mirada de Victor acompañándole en todo momento.
    Al abrirlo, el primer impacto visual le provocó una ligera presión en las sienes. El emblema del Gobierno del Consejo Bettany, con sus tres aspas entrelazadas, dominaba el encabezado del mensaje con altivez. Oak se llevó la mano al corazón y  empezó a recitar con una vehemencia teatral.
    —“Dios salve a nuestro gobierno y protector”…
    —Lee el maldito mensaje— gruñó Lawrence.
    Oak empezó a leer el texto. En ningún lugar figuraba el nombre del autor, tampoco el del organismo o ministerio responsable. Tan sólo aquel emblema del gobierno.
    El texto en tenía una letra minúscula, por lo que tuvo que acercarse el papel a la cara; el primer párrafo tan sólo constituía un saludo formal hacia Lawrence ridículamente alargado. Oak lo leyó en voz alta y saltándose ciertos tramos con un ágil balbuceo.
    A la mitad del segundo párrafo, su voz se atenuó y sus párpados empezaron a separarse poco a poco. Por un momento, no dio crédito a lo que su mente estaba procesando en aquel instante. Siguió leyendo, aferrando el papel con ambas manos e hincando los dientes sobre su labio inferior. Punto tras punto, el comunicado se iba superando constantemente.
     Cuando había llegado a la mitad, Oak alzó la vista, crispado; Lawrence seguía observándole con aquellos cansados ojos llenos de expectación.
    — ¿Cómo que nos retienen la nave en tierra?—. Su voz se quebró—. ¡Tenemos que empezar una escolta mañana! ¿Qué coño ha pasado, Victor?
    —Sigue leyéndolo— repuso Lawrence con aire impasible—. Léelo hasta el final.
    Oak bajó la mirada de nuevo hacia el papel infecto que sostenía entre sus temblorosas manos. Para retomar el hilo, tuvo que volver a leer parte de lo que ya había leído, y la sensación de que el estómago le daba un vuelco se intensificó.
    Siguió el recorrido de los renglones, moviendo los ojos de un lado a otro, cada vez más rápido. “Industrias Roark estaba al corriente de la situación” decía, “no había motivo para preocuparse”. En base a su experiencia pasada con el gobierno, aquella afirmación venía a significar justamente lo contrario: estaban verdaderamente jodidos.
   De pronto, la mosca que había revoloteado detrás de su oreja durante toda la mañana se transmutó en una avispa que le aguijoneaba furiosamente el pescuezo.
   Las últimas líneas del mensaje escaparon por entre sus labios como un suspiro.
   —“…Se ha enviado a un delegado gubernamental para hablar con usted en privado sobre esta situación. El encuentro tendrá lugar a bordo del Fulgor Esmeralda a las 16:00 de la tarde. Gracias por su colaboración”, etc., etc. “Atentamente, el gobierno de su nación”. Bla, bla, bla…
   Arrugó el papel con los dedos, reprimiendo el ardiente deseo de reducirlo a pedazos diminutos. Si se hubiera mantenido en silencio, habría podido escuchar el furioso palpitar de las venas del cuello.
   — ¿Qué significa esto? ¿Qué hemos hecho para que nos la retengan?
   Lawrence se tapó la boca con la mano, como si  se hubiera tragado un insecto.
   —No lo sé— replicó—; pero, tratándose del gobierno que tú y yo conocemos, me voy oliendo cómo va a acabar todo—. Arrancó el papel de las manos de Oak y le echó un vistazo, como si buscara algún detalle extraviado. Unas pequeñas perlas de sudor habían brotado en su frente—. Tuvimos esta conversación hace unos meses; te dije que llevaban años detrás de mí, esperando a la menor oportunidad para…
   Oak lo silenció con un ademán.
    —No tienes ni idea de qué puede tratarse, así que no te precipites. — Se llevó la mano a la frente con aire reflexivo— ¿Hemos hecho algo para enfurecerlos? ¿Eludir alguna tasa, violar algún tipo de convenio?
    Lawrence negó sacudiendo su peluda cabeza.
    —Entonces no hay por qué preocuparse— declaró Oak—. Si estamos limpios no pueden ponernos las manos encima. ¡Por el amor de Dios! Hace diez años que el Fulgor ya no forma parte de la armada; no creo que vayan a venir justamente ahora a reclamarlo.
    —Ojalá tengas razón— dijo el comandante, dejando entrever en su mirada que aquella conclusión no le parecía demasiado alentadora.
    Un espeso silencio comenzó a asentarse en el espacio que mediaba entre los dos. A lo lejos, Mag daba lentos pasos, dirigiendo alguna que otra mirada preocupada hacia ellos. Oak carraspeó un poco antes de hablar.
    —Chris no lo sabe. Por lo tanto, debo suponer que todavía no le has dicho nada a la tripulación.
    —Supones bien— replicó Lawrence. Su voz adquirió un fugaz matiz autoritario—. Yana lo sabe, obviamente. No se lo he dicho a nadie más porque… Mierda. Simplemente no he querido hacerlo. Hoy no tengo energía para esto.
    Aquello último lo dijo mirando hacia abajo; concretamente hacia su mano izquierda enguantada. Apretó los nudillos, y Oak pudo escuchar el leve zumbido de las válvulas neumáticas de su muñeca.
     —Esta tarde hablaré con ese dichoso delegado del gobierno y saldremos de dudas: quiero que estés conmigo. — Oak ni siquiera fingió sorpresa. Lawrence esbozó una pequeña sonrisa sarcástica y añadió —: “El encuentro tendrá lugar a bordo del Fulgor Esmeralda”. Serán malnacidos…
    Viendo el lado positivo, al menos ya tenían una  explicación muy simple para el intensivo control sanitario al que estaba siendo sometida la nave: el gobierno no quería que uno de sus funcionarios corriera el riesgo marcharse de aquella reunión con un visitante indeseado oculto en su chaqueta de 10.000 betts.
     Lawrence echó un último vistazo al papel, volvió a guardarlo en su bolsillo, y miró a Oak a los ojos. Ahora no sólo había cansancio en aquella mirada; había una profunda y sincera tristeza. Una tristeza que afloró con el brillo acuoso de las lágrimas.
   — ¿Te das cuenta, Dale? ¿Te das cuenta ahora?— articuló entre dientes—. Hablan de ella como si ya fuera suya. Como si les perteneciera.
   Oak colocó ambas manos sobre los anchos hombros de su comandante y lo zarandeó enérgicamente. Intentó que su voz transmitiera una seguridad que ni él mismo sentía
   —No adelantemos acontecimientos, ¿vale? Mantén la calma por una vez en tu vida.
   Para cuando dijo esto, a la sombra de la nave se aglomeraba un grupo numeroso de tripulantes, libres después de haber pasado sin problemas el correspondiente chequeo sanitario. Aquella visión le hizo percatarse de lo rápido que había pasado el tiempo y de cómo aquella incómoda situación lo había arrancado, en cierto modo, de la realidad.
   Algunos de sus compañeros ya caminaban en dirección a la terminal, dispuestos a tomar un poco de café de verdad por primera vez en aquella quincena. El creciente sonido de las voces y risas de sus colegas insufló cierta paz en Oak, que sentía como aquella fría mañana se iba tornando  más sombría y asfixiante.