lunes, 26 de octubre de 2015

EL MERODEADOR: "LA COLINA SOLITARIA"

La colina solitaria seguía siendo uno de aquellos “lugares especiales”. De hecho, el Merodeador jamás daba por finalizada su ruta diaria sin culminarla. Era un lugar recóndito y solitario, peligrosamente alejado de su refugio, cerca de los límites de aquello que podía considerarse “territorio seguro”, al menos para alguien como él. Sin embargo, poco le importaba el riesgo, pues lo que más le asustaba, más incluso que la muerte, era olvidar. Si aquello pasaba, ¿qué lo diferenciaría de las criaturas del Mundo Nuevo?
Subió lentamente por la pendiente, hundiendo las punteras de las botas en la tierra húmeda, recorriendo los mismos surcos rojizos que había dejado en sus ascensos previos. A su alrededor, la bruma exhibía esa coloración amarillenta y tóxica que anunciaba la inminente llegada del ocaso. Lamentó no disponer de tanto tiempo como había deseado. En la cima, un árbol derribado le esperaba, extendiendo sus raíces desnudas como las patas de un gigantesco arácnido petrificado. Todo parecía envuelto por una mortaja de muda paciencia. “La mejor butaca en toda la sala”, pensó.
Con un quejido quedo producto de una extenuación acumulada a lo largo de todo el día, el Merodeador dejó caer su cuerpo sobre aquel asiento improvisado. Puso a Bambi sobre su regazo y contempló largamente el espacio vacío que había dejado a su izquierda, en el tronco. Sus dedos acariciaron la rugosidad de la corteza, pero fue incapaz de hallar cualquier atisbo de calidez. Respiró hondo y lo intentó nuevamente. El silencio de la colina le ayudó a concentrarse; necesitaba recordar. Cuando lo logró, el nudo en su pecho liberó un poco de tensión.
El recuerdo de unos dedos finos oprimiendo su brazo. La última brisa gentil del verano. El calor de una mejilla, presionando suavemente contra la palma de su mano.
El dolor regresó, y entonces se sintió aliviado. Después de todo, aquél no iba a ser el día en que olvidara.
—Sigues empeñado en aferrarte a un mundo que ya no existe —solía decirle el gato sin ojos—. ¿Tan difícil te resulta dejarte llevar por el nuevo?
—Hice una promesa —respondía siempre el Merodeador—. Allí arriba, en la colina. Hace mucho tiempo.
Si aquella promesa se rompía, sería la última parte que quedaba de él en desvanecerse; el estertor final del viejo mundo. El dolor desaparecería, sí; pero pasaría a ser como los demás. Entonces habría perdido.
—Ese lugar está muy cerca de su reino —solía advertirle a continuación el falso felino—. No te conviene acercarte tanto, Merodeador.
—Por favor, Gato: voy a empezar a creer que te preocupas por mí.
—Es que eres mi único amigo.
Puto mentiroso.
Apartó la mano de la corteza del árbol muerto. El dolor desapareció y el recuerdo se escapó como fina arena entre sus dedos. Volvió a sentir el peso del fusil sobre sus muslos. Sintió el aire viciado e inmóvil a su alrededor, cautivo de aquella terrible niebla. El Merodeador había regresado al Mundo Nuevo.




viernes, 16 de octubre de 2015

EL MERODEADOR: "EL GATO Y LA VOZ"

El Merodeador caminaba parsimonioso entre girones de niebla, canturreando una melodía errática;  la versión desfigurada de una cancioncilla infantil que, de algún modo, había logrado sobrevivir en su maltrecha memoria. Por la claridad que se adivinaba a través de la cortina de bruma, supo que había llegado el mediodía;  no necesitaba echar un rápido vistazo a su reloj para confirmar su acierto. En sus manos, el fusil al que había bautizado como “Bambi” apuntaba hacia abajo, siempre cargado. Bien era cierto que, en aquel mundo, las mayores amenazas se desplazaban al amparo de la oscuridad. Pero el Merodeador, que había aprendido a recelar también de aquellos que deambulaban en la neblina diurna, nunca bajaba la guardia del todo. Ni siquiera con “él”.
Y es que no estaba solo; a su lado caminaba un gato sin ojos. El Merodeador lo llamaba “Gato”, porque, de tener nombre, nunca se lo había dicho. ¿Qué más daría? Ni siquiera era un gato de verdad.
Gato decía ser su único amigo, pero aquella era tan sólo una de las innumerables mentiras que repetía sin cesar. El Merodeador sabía que era igual que el resto: una criatura del Mundo Nuevo. También sabía que, en el fondo, le despreciaba y temía tanto como sus enemigos, los que vivían en la oscuridad. Pero Gato parecía inofensivo en gran medida, y a menudo tenía información muy útil para compartir. Sin embargo,  y como cabía esperar de una forma de vida parasítica, Gato buscaba algo a cambio de sus servicios. El Merodeador nunca tuvo problemas con ello, pues la criatura se nutría de algo que a él le sobraba.
Paró de cantar.
— ¿Pasa algo? —preguntó Gato.
—No —contestó el Merodeador, procurando no mirar las cuencas vacías en el rostro de la criatura. Había oscuridad en ellas, y eso no le gustaba.
—No has terminado la canción.
—Es que no tenía ganas de cantar más.
Llegaron al final de la senda, donde el bosque de hayas retrocedía y se abría en un calvero amplio. Allí estaba, tal y como le había prometido el falso felino: un pozo de piedra. Sobre él, un horcón de madera carcomida sujetaba una polea sin cuerda.
— ¿Lo ves, Merodeador?
—Lo veo, pero no oigo nada —respondió.
—Ven, acércate.
Gato trotó hasta el brocal del pozo y empezó a arañar la piedra con sus garras negras, ronroneando. El Merodeador lo siguió con cierto escepticismo. Echó un vistazo dentro,  removiendo las sombras con el cañón del fusil. Por el momento, nada peligroso se precipitó fuera del abismo. Tampoco allí pudo escuchar gran cosa, salvo su propia respiración reverberando entre los muros cubiertos de líquenes. Arrojó una pequeña piedra al interior, esperando oír un chapoteo que jamás llegó. Tampoco escuchó el golpe seco contra la fría roca. Ningún sonido salió del pozo.
—Gato…
— ¡Espera! —insistió la criatura—. Escucha con atención.
El Merodeador le hizo caso. Se asió el fusil al hombro, posó ambas manos en el borde y agachó la cabeza. Se mantuvo en aquella posición durante dos largos minutos. Cuando estuvo a punto de dar el caso por perdido, el pozo empezó a susurrarle. Por un momento, pensó que debía tratarse del murmurar de las aguas en lo profundo. Pronto, el susurro dio paso a unos sollozos amortiguados. Parecía que Gato tenía razón, después de todo.
— ¿Hay alguien ahí abajo?— preguntó el Merodeador, arrojando sus palabras a la negrura.
El lamento cesó, y una temblorosa voz se elevó desde las entrañas oscuras:
—Creo que me he caído al pozo.
—Sí, eso me ha parecido —dijo el Merodeador—. ¿Cómo te llamas?
—Aquí abajo está muy oscuro… —siguió la voz, haciendo caso omiso a su pregunta— ¡Ayúdame a salir!
El Merodeador retrocedió unos pasos, cauteloso. ¿Y si se trataba de una trampa? Gato le observaba con aquellos ojos inexistentes, lamiéndose los colmillos con expectación. ¿Qué confianza le merecía una criatura que se vendía a tan bajo precio?
— ¿Adónde vas, Merodeador?
—Tengo un rollo de cuerda en el coche. Ahora vuelvo.
El Merodeador regresó al claro con una soga de sisal de treinta metros al hombro. Empezó a desenrollarla y, no de muy buena gana, ató a uno de los extremos su preciada lámpara.
—Voy a bajar una cuerda con una lámpara atada —informó a la persona del pozo—. Avísame cuando veas la luz, ¿vale?
—Sí, sí. Por favor, date prisa.
Pasó la cuerda por encima del horcón y empezó a soltar poco a poco, evitando movimientos bruscos; no quería que la lámpara se rompiera al chocar contra las paredes del pozo. Dejó que los metros de soga se deslizaran entre sus dedos. La luz descendía, bañando las paredes del abismo en un fino anillo que se iba a haciendo más y más pequeño. Aquello no tenía buena pinta, ¿tan profundo era el maldito pozo? Cuando la cuerda no dio más de sí,  el Merodeador buscó la luz de la lámpara en las entrañas de la sima, sin éxito.
— ¿Puedes ver la luz? —preguntó.
Al principio no hubo respuesta, por lo menos no una verbal. El Merodeador percibió movimiento en la cuerda al cabo de unos segundos.  No se trataba de un simple balanceo: algún tipo de fuerza la estaba moviendo deliberadamente. De nuevo, el lastimero lamento llegó a la superficie, reptando desde las profundidades.
—Sí, la veo —dijo, entre sollozos— La tengo justo enfrente de mí.
— ¿Puedes agarrarte a la cuerda? —preguntó el Merodeador.
—No —contestó—. No tengo manos. Ni brazos.
El Merodeador enarcó una ceja.
— ¿Por qué no lo has dicho antes?
—Porque no lo sabía.  No podía ver mi propio cuerpo en la oscuridad.
—Vaya, ¿hay algo que pueda hacer para ayudarte?
—Sí —asintió la voz—: aparta esta luz de mí. Y vete. Quiero estar a solas.
—Vale. Hasta luego.
El Merodeador recogió la cuerda y, acompañado por el falso felino, se alejó del pozo.Regresaron al sendero, dejando atrás el claro y el llanto desconsolado. Gato se mantuvo en silencio durante casi todo el camino de vuelta, pero el hombre sabía que seguía expectante. Sabía que quería su premio. Aún sin tratarse de un descubrimiento demasiado espectacular, tenía un acuerdo con la criatura. Si quería mantener intacta aquella sociedad, debía cumplir con su palabra.
—Supongo que estarás hambriento, Gato.
—Estoy que me muero, Merodeador.
—Venga.
—Muy bien. Espera que piense… —Gato frunció el ceño y pareció reflexionar profundamente por unos instantes. Al final, una amplia sonrisa de colmillos afilados se dibujó en su rostro. Por un momento, creyó distinguir un brillo vivaz en el interior de aquellas cuencas circulares—. Ya la tengo: ¿alguna vez has pensado en suicidarte?
El Merodeador profirió una sonora carcajada.
—La verdad es que no.
—Ah, ¿no? —Gato parecía sorprendido—. ¿Por qué?
—Esa es una pregunta que puedes reservar para la próxima vez que nos encontremos, Gato.





miércoles, 14 de octubre de 2015

EL MERODEADOR: "FELIZ CUMPLEAÑOS"


El vapor se elevaba desde la laguna de burbujeante orina que crecía frente a mis botas. Llegué a permitirme el lujo de exhalar un placentero “aaah” mientras el contenido de mi inflamada vejiga se derramaba sobre el asfalto, esparciéndose y colmando las intrincadas grietas que lo horadaban. Coño, después de todo, era mi cumpleaños; podía ser indulgente conmigo mismo por una vez en mucho tiempo. El chorro cesó, y unas últimas gotas centellearon bajo la luz de la lámpara antes de desaparecer en la inmensidad del charco.
“Feliz cumpleaños”, pensé.
Subí la cremallera y retrocedí hasta mi posición inicial, unos cinco metros  atrás, sentado sobre el capó del landbrawler que me había llevado hasta allí. La luz anaranjada de mi lámpara lamía los contornos de los pocos cuerpos visibles a mi alrededor. Una botella de whisky matarratas, un maltrecho y oxidado carrito de la compra, una farola inerte… Más allá de la zona iluminada, el mar de sombras se arremolinaba, deambulando como un celoso depredador que ronda a su presa, cavilando, pensando en la manera de ponerme las garras encima sin dejarme escapar.  
Reí a carcajadas. Agarré el cuello de la botella con dedos lánguidos y dejé caer el whisky por mi garganta a sonoros borbotones. Aquel veneno me proporcionó el calor que necesitaba aquella noche. Aparté el vidrio de mis labios y bajé la vista a mi reloj: las once menos veinticinco; todavía me quedaba cerca de hora y media por delante. Me sentí aliviado. Después de todo, todavía no había recibido a los invitados. Pero, ¿daría tiempo a soplar las velas? No quería que se repitiera lo del año anterior. No, ni hablar. Dejé la botella a un lado, sobre la superficie curva del capó, con mucho cuidado. Quería conservar la suficiente sobriedad para apagarlas todas de una vez.
Mi atención regresó al charco de orina que acababa de crear: seguía creciendo, extendiendo numerosos y negros tentáculos que descendían por una pendiente a penas perceptible, hasta abandonar la seguridad del círculo de luz. Ya faltaba muy poco, y mi depredador, la oscuridad furiosa, se impacientaba. Casi podía escucharla resoplar, frustrada, barriendo la tierra con las zarpas.
Prolongué la agónica espera unos minutos más, con una sonrisa burlona retorciéndose en mis labios bañados en alcohol. Después, comencé a girar muy lentamente la llave del gas.  La llama contenida en la lámpara empezó a menguar, haciendo cada vez más pequeño el círculo anaranjado entorno a mí. La oscuridad, antes constreñida por los límites de mi santuario luminoso, avanzó, devorando lo que, momentos atrás, había permanecido a salvo a la luz. Al final, la llamita azul que luchaba por sobrevivir dentro de la burbuja de cristal a penas alcanzaba a iluminarme las rodillas.
 Suficiente.
“Bambi” descansaba a mi lado, junto a una cajita de munición cargada con veintitrés balas. Veintitrés. Ni una más, ni una menos. Veintitrés velas a soplar. Después de todo, tenía  una tradición milenaria que respetar. Agarré a mi compañera con ambas manos, abrí el cerrojo con la delicadeza que una amante merece y deposité la primera bala en sus entrañas. Al cerrarla, el chasquido metálico llegó a mis oídos como un cálido gemido pre-orgásmico.
Sí, aquella iba a ser una gran noche. Pero todavía faltaba algo muy importante: los invitados.
Oprimí la cantonera contra mi axila, elevé el cañón y, por primera vez en aquel día tan especial, hablé en voz alta.

—Venid— dije.




jueves, 13 de agosto de 2015

3 razones por las que "The Avengers" es lo peor que le ha pasado al cine moderno.

El título del artículo es absolutamente intercambiable por "El Universo Cinematográfico de Marvel es lo peor que le ha pasado al cine moderno". Sin embargo, he preferido dejarlo así para que os escuezan más esas almorranas rosaditas e inflamadas que os orbitan el ano.    




Así es, amigos: la fatídica dinámica iniciada por Iron Man (Jon Favreau, 2008) constituye el estigma más sangrante y perjudicial (a largo plazo) del cine comercial de nuestros días (ojo: cine que, pese a lo que puedan creer algunos, engloba la práctica totalidad de mis cintas preferidas). Por qué digo esto, os preguntaréis. La respuesta no es sencilla, pues la mera existencia de este masivo "universo cinematográfico" repercute profundamente en muchas facetas trascendentales de la industria cinematográfica.

No hace falta que me extienda mucho explicando en qué consiste el llamado "universo cinematográfico Marvel". En cualquier caso, mi amiga wikipedia me tomará el relevo brevemente para disipar las dudas de los más rezagados: 

El universo Marvel fue creado para que todas las películas compartan un mismo universo ficticio que es descrito en cada película desde el punto de vista de los superhéroes que las protagonizan (...) En el universo compartido resultante se cruzan varios argumentos y personajes. Básicamente todas las películas lanzadas y por lanzarse se entrelazan para crear un universo lleno de superhéroes y amenazas.

Si esto, a priori, te parece una buena idea, permíteme decirte lo terriblemente equivocado que estás. Es, ni más ni menos, el criticado fenómeno de lanzamientos anuales visto en videojuegos (Ubisoft, Activision) trasvasado a nuestro amado medio cinematográfico. Que sí, que en diez años esta política va a haber generado un coñocillón de dólares. Eso sí, a costa de prostituir un género (el de los superhéroes) hasta llevarlo al borde de la extinción, dejando a su paso una industria irremediablemente lisiada en su componente creativo. 

Sin más preámbulos, puesto que todos amamos las listas y yo hoy ando algo flojo para redactar debidamente, procedo a enumerar tres de las muchas razones por las que esta estrategia comercial es un cáncer para nuestro cine.


1. La política del "más es mejor".

Es justo colocar este punto en primer lugar, ya que es la roca madre sobre la que se erige este enorme imperio de capas rojas, robots vengativos, mallas ajustadas y bíceps hipertrofiados. Todo parte de la misma premisa: si el público quiere cinco películas anuales de sus héroes favoritos (quien dice cinco dice el triple), se las vamos a dar. Es decir, ¿por qué no? Tenemos la tecnología digital necesaria para producir una cinta de este calibre sin tan siquiera poner un pie fuera del estudio; podemos hacerlas como rosquillas. "¡Poned al marido de la Pataky frente a este croma verde, a ver si puede dar unos cuantos martillazos al aire! ¡Ya está, ya tenemos veinte minutos de clímax final! ¡A casa todo el mundo!" 

Así, escrito, puede parecer ridículo; pero lo cierto es que tal parodia no está para nada alejada de la situación real. El trabajo que antes podía suponer dos años de duro trabajo, hoy día se traduce en seis meses de animación digital en una oficina. De ahí que tengamos películas como rosquillas, la mayoría de ellas abotargadas con los peores vicios y excesos visuales de nuestra era.




Siempre había oído la famosa frasecilla: "más no es mejor", y a menudo la he tenido presente. Pero no fue hasta el visionado de  "The Avengers: Age of Ultron" (2015) que me percaté del verdadero significado de aquellas palabras. Menudo desastre; ahí ya estaba todo visto. La misma historia, los mismos personajes, mismos conflictos... Por no hablar de las escenas de acción absolutamente carentes de profundidad dramática o, como mínimo, interés estético. 

Prueba a comer tu plato favorito todos los días (para desayunar, almorzar y cenar), hasta que llegue un día y te den lo mismo, pero triplicado. El empache resultante vendría a ser bastante similar al que he experimentado con esta película. Peor, incluso, ya que ninguna de estas producciones es, precisamente, mi plato cinematográfico preferido. 



2. Di "NO" al cine de comité. 

Una de las consecuencias más trágicas de este auge de los "universos cinematográficos" es la agravación de un problema que ha venido dándose desde hace mucho tiempo: la desaparición de la figura del director como sello de identidad de la película. De este modo, el cineasta de turno  queda relegado al papel de un mero ejecutor de los designios de un comité desalmado (aunque extremadamente eficiente a la hora de hacer realidad fílmica los mejores sueños húmedos de millones de adolescentes virginales). 




El problema de este cine es que carece de genuinidad, puesto que su director se ha visto creativamente castrado durante la producción. "¿Para qué correr riesgos? Nuestro público no quiere cambios. Es más; a nuestro público le aterran los cambios. Permitir que nuestro director de turno imprima su visión cinematográfica en tal película es ir demasiado lejos."

Gracias a esta mentalidad, podemos gozar del puñado de producciones fílmicas menos inspiradas y vacías de los últimos tiempos. Hablo de la parte cinematográfica, claro. Pero incluso el componente CGI, a pesar de ser notablemente más vistoso que su contraparte filmada, está desprovisto de todo atisbo de singularidad creativa. 

Si algo puedo aplaudir de algunos de los grandes directores comerciales de la era (Steven Spielberg, Zack Snyder, Christopher Nolan, Guillermo del Toro...) es que, a pesar del carácter palomitero de sus cintas, sus estilos son fácilmente identificables. Uno de los elementos más hermosos del cine es  poder observar el mundo a través de la mirada cinematográfica de otra persona. En el universo cinematográfico de Marvel, eso es historia.  


3. Es un fenómeno contagioso.

Éste en concreto me hierve la sangre más de lo normal. Lejos de evitar esta dinámica a toda costa, los otros estudios se han descoñado, casi literalmente, para ser los siguientes en lanzar sus propios universos cinematográficos. En muchos casos, recurriendo a franquicias que adoro en lo más profundo de mi ser, como es el caso de la nueva "Star Wars", que contará con una infame progenie de spin-offs que nadie ha pedido jamás y que, sin duda, restará singularidad a la trilogía principal. 



DC, que para mí es a Marvel lo que un bistec de ternera es a un mcflurry de nocilla y que además cuenta entre sus filas con mis dos justicieros favoritos (Batman, y en menor medida Superman), también se ha subido a este humeante carro de estiércol. Tendremos películas de "Justice League", "Aquaman", "Wonderwoman", "Suicide Squad", y un doloroso etcétera que crecerá con el paso de los años.

En momentos como éste, doy las gracias a los herederos de J.R.R. Tolkien por no vender los derechos de "El Silmarilion". Lo único que me faltaba tras el descuerno que ha sido la trilogía de "El Hobbit" es ver un universo cinematográfico basado en la Tierra Media.


Esto último me ha dado una idea; ya sé sobre qué película despotricar en mi próxima entrada.


domingo, 9 de agosto de 2015

"Sé que no me compartes porque eres racista, MAH NIGGAH"

Me apostaría mi cojón favorito (el izquierdo) a que alguna vez os ha llegado a vuestra time-line de Facebook una rebuznada muy similar a ésta que paso a mostraros:



El responsable de aquella publicación, a pesar de no ser el autor de la imagen original, pasó fugazmente al limbo de los "no seguidos" entre mis contactos. No sólo eso; ni corto ni perezoso, denuncié el post, llevado más bien por el arrebato de mal genio que se apoderó de mí persona virtual que por una esperanza firme de que aquello ayudaría a frenar la proliferación de estas mamarrachadas pseudo-moralistas. 

Después de un extenso análisis, he llegado a la conclusión de que el mensaje es erróneo,  injusto y, sobre todo, ofensivo para todas las partes que involucra.  En primer lugar, echemos un vistazo a su concepción más primaria: tenemos un componente visual (la imagen del infante) y un componente verbal: un texto que pone una "voz" imaginaria al personaje (al menos, el neandertal responsable de este aborto sabe dónde colocar las tildes; eso se lo reconozco).

 A ver... ¿Por dónde se coge esto? Para empezar, si vas a hacer terrorismo emocional, al menos haz bien tus deberes. "Sé que no me compartirás porque eres RACISTA" es un enunciado que anula la razón de ser del mensaje. Si estás convencido de que nadie va a compartirte por su posicionamiento racista, ¿para qué cojones te esfuerzas? ¿Qué quieres de mí? Decir algo como "Compárteme si no eres racista", aun siendo materia fecal de la misma casta, sería más coherente con la intención del emisor. 

De todos modos, ¿por qué debería compartirte? Voy a enumerar seis de los motivos por los que jamás compartiría una publicación así, y verás que ninguno involucra el racismo:

1. Se trata de una publicación claramente concebida para la caza masiva de "megustas" por parte de usuarios que quieren hacer crecer sus páginas y sacarse unas perrillas con la publicidad, todo ello aprovechándose de la buena fe de personas con escaso nivel intelectual.

2.  Ya pueden ser blancos, negros, rosas o color verde esmeralda: no me gustan los bebés. Huelen a caca, tienen el cráneo abierto, babean y, básicamente, son mojones de carne descerebrados con extremidades que, por si todo esto fuera poco, están diseñados para morirse a la más mínima falta de cuidados. 

3. Me gusta compartir publicaciones intelectualmente enriquecedoras o, simplemente, de índole creativa: música, artículos, artworks, tiras cómicas, citas, reflexiones curiosas... Un bebé pestoso no enriquece mi time-line en ningún sentido.  

4. Nunca comparto ninguna publicación que, de cualquier modo, contenga la palabra "compartir" o variaciones.

5. El enunciado es innecesariamente ofensivo por eso de llamarte "racista" sin motivo aparente. 

6. De nuevo, el carácter "expositor" de las redes sociales vuelve a la carga. Por supuesto: si compartes esta imagen, automáticamente pasas a convertirte en el adalid indiscutible de la igualdad racial (como si dar un par de clicks con el ratón supusiera una partida de espinazo mayúscula, ¿eh?). 

Por si quedan dudas: no, no soy racista. La humanidad es repugnante en su totalidad, con todas sus formas y colores.

Buenas noches, y que los tumores os canten nanas. Próximamente, os hablaré de las publicaciones con gatitos decapitados que tanto nos gustan.




No os deben nada.

¡Buenas a todos! Soy Vincent y, como diría cierto crítico al que admiro mucho, "odio" para que tú no tengas que hacerlo.

No me gusta el fútbol. Es más: lo detesto y, en ocasiones, pienso que el mundo sería un lugar mejor si no existiera. Por supuesto, me refiero al fútbol como industria/espectáculo y no como deporte. Tal y como ya he dicho con anterioridad, no soy ni jamás he sido un gran deportista; sin embargo, no tengo nada en contra de estas prácticas y, de hecho, aprecio ciertas virtudes de éste deporte en concreto. Una de las grandes bazas del fútbol (y algo que sin duda le ha granjeado su titánico éxito mundial) es lo increíblemente económico que resulta jugarlo, aunque sea en sus versiones más primarias. Tan sólo se necesitan cuatro puntos de referencia para delimitar las porterías, un objeto pequeño y ligero al que dar patadas... y nada: a rompernos las espinillas se ha dicho. Nuestros amigos del otro lado del charco (esos de las barras y estrellas, los del Kobe y el LeBron), a menudo lo critican y dicen que un deporte en el que se marcan dos o tres tantos en hora y media de partido es un poco (bastante) aburrido. En esas honduras no voy a aventurarme; ni siquiera se aproxima al eje fundamental del despotrique que nos ocupa.


                      


Volviendo al tema: la industria del entretenimiento es repulsiva, pútrida y corrupta hasta niveles pesadillescos. Sin embargo, si tuviera que elegir la división que más episodios de gastroenteritis mental me ha causado, me faltarían dedos en las manos y en los pies para señalar al fútbol como la joya de esta gran, gran corona de mierda. Muchos os pensaréis que me refiero a la faceta política y comercial de este "deporte rey"; no os faltaría razón, sobre todo si tenemos en cuenta cómo se las gastan esos tragaldabas al frente de la todopoderosa FIFA.  Sin embargo, siendo como es industria del espectáculo que es (llamarlo "deporte" así, a secas, me parece obsceno), no es una novedad que esté impregnada de la misma podredumbre que el resto. 

No. Lo que me hace detestar este espectáculo (insisto: no  digo "deporte") es, en resumidas cuentas, esto:


Exactamente. No el ejecutivo sobrealimentado de la FIFA. No los anuncios andantes futbolistas monosilábicos con más venas en los muslos que neuronas en la cabeza. Ni siquiera el hipertrofiado mecanismo comercial que representa. El gran cáncer de la industria futbolística está recogido en la imagen superior.

En resumen: el culpable de mi asco hacia este fenómeno eres tú. Ah, y la prensa deportiva, que la más de media hora que la """"""""sección de deportes""""""" del canal de turno (pondría más comillas, pero tengo miedo de no poder parar) dedica a relatar (con ese tonito socarrón que me sienta tan bien como el golpe de una almádena de hierro fundido en el glande) el trascendental y emocionante día a día futbolístico en nuestro amado país, es para mear hasta sangrar y no echar gota. Es ese exceso de cobertura mediática lo que convierte a los medios de comunicación en cómplices de esta lobotomía transorbital colectiva a la que llamamos injustamente "fútbol". 




Pero, en definitiva, el auténtico culpable está ahí sentado (probablemente muy cerca de donde estás tú), birrita en mano, luciendo con orgullo la camiseta de """""""su equipo""""""", a pesar de estar a punto de hacerla reventar por las costuras (cachogordo), lanzando al aire lecciones morales relativas a "lo mal que se ganan las pelas los messis y los ronaldos" o "lo honrados y benevolentes que son los casillas y los iniestas". Por supuesto, dichos juicios son absolutamente intercambiables en función de qué equipo esté espachurrando las almorranas del otro o qué jugador esté pasando por un momento más "bajuno" en su carrera. 

Porque, claro, esos futbolistas multi-hiper-mega-úber-súper-dúper-millonarios nos deben tantísimo que, cualquier paso en falso, cualquier atisbo de declive (como bajar del primer al segundo puesto del ranking, duh duh duuuuuuuh), es irremediablemente una traición imperdonable al hincha tripochón. El mismo que piensa que pagar por su suscripción mensual a Canal+ Liga (¿lo he escrito bien?) y levantar una bufandita por encima de su cabeza casposa lo hace beneficiario de los favores de ciertas personas por las que profesa un fanatismo simiesco y a las cuales, probablemente, jamás conocerá. Y que no falte el comentario resentido en las redes sociales tras alguna que otra goleada vergonzosa (inserte aquí los juicios morales de estar por casa que considere oportunos). 

Ah, y a los churumbeles hay que tenerlos bien cerca, al ladito de la televisión, nutriéndose de todo ese odio animal hacia el equipo contrario, no vaya a ser que los vástagos de estos machos cabríos de barriga cervecera nos salgan del Barça/Madrid (como bien sabemos, el "ser de un equipo" es una herencia que nos dejan nuestros padres, igualito que las colecciones de relojes de cuerda). Además, existe el riesgo de que el chiquillo nos salga  mariquita y  no le guste el fútbol, ¡por Dios!  




En fin, toca ponerse serio y encarar la "recta final hater": 

Esta industria no te debe nada. Ninguno de los futbolistas a los que dices admirar (mentira) te debe nada. Si crees lo contrario, es que has caído en el truco más viejo de la industria moderna del entretenimiento. Deja de pagar tu suscripción a Canal+ Liga, y verás como la bola sigue girando como si nada a pesar de que tu culazo sedentario no siga en ella. 

Buenas noches, y tumorcitos malignos para todos. Espero vuestras bengalas y pintadas con expectación.







La diferencia.

Nunca he sido un buen deportista. Ni regular. De hecho, he estado a años luz de poder ser considerado un deportista mediocre. Tampoco he sido un gran estudiante; jamás he recibido una matrícula de honor ni me he beneficiado de infladas becas de cinco cifras. Ésto, a diferencia del tema del deporte, no sé si achacarlo a mi propia constitución natural o a la mórbida pereza que sufro desde temprana edad. El único motivo por el cual mi via crucis estudiantil no ha resultado en un completo descuerno, creo yo, es mi incansable espíritu curioso. ¿Cuán más frustrante y opresivo podía volverse aquello?

Sigamos repasando. A ver... Bueno; tampoco puede decirse que yo, a mis veintidós años de edad, sea un paradigma de belleza grecorromana/neoclásica. Reconozco (muy a mi pesar) que este punto concreto me dio muchos quebraderos de cabeza cuando, en tiempos más sencillos y puberales, mi apariencia física era el determinante final de la mayor o menor integridad de mi tambaleante autoestima. Ahora, la cosa es muy distinta. Hasta me permito el lujo de tomármelo con humor y despollarme frente al espejo. ¿El exterior os da asco? Esperad a ver el interior, paletos, que os vais a cagar.

Tampoco tengo un gran don de gentes, ni se me dan especialmente bien las mujeres. Si me seguís la pista durante un tiempo, agradeceréis que la selección natural, en su infinita y caótica sabiduría, me mantenga alejado del sexo opuesto. Sinceramente, creo que habría sido más sencillo no hacerme heterosexual. Ella sabrá.

Veamos. 

Escribí y dibujé durante gran parte de mi vida, y no tan mal como cabría esperarse de una persona con serias dificultades para ubicar su propio pene en su estructura anatómica. Y es que siempre me ha gustado contar historias y hacer disfrutar a los demás con ellas; hacer a mis semejantes partícipes del barroco metaverso que se arremolinaba dentro de mi cabecita. Sentir que algo concebido en tu cabeza puede hacer felices a otras personas es lo más similar a un atisbo de verdadera felicidad que he experimentado jamás. De hecho, podría haberse considerado mi única y verdadera pasión. Una pasión pura, lejos de la toxicidad de intereses mundanos, anclados en la carne. Pero ni caso, volví a estropearlo, e incluso aquello se pudrió hace ya. Ahora, las palabras que chorrean de mis dedos huesudos ya no pueden dar lugar a aquellos mundos ingenuos, pero dotados de cierta belleza simplona. Lo que hago ahora mismo es escribir, sí; pero esta retahíla frustrada es a aquellos cuentos lo que una fosa séptica es al Manantial de la Virgen de Lourdes. Ah, y de dibujar me aburrí, sencillamente. 

Tú, lector desprevenido, que has tenido las tripas necesarias para sumergirte en el caldo de cultivo para úlceras gástricas que es mi blog, te estarás haciendo la pregunta estrella: "¿por qué me cuentas todo esto?". Fácil: lo único que legitima las críticas de un "hater", el rasgo redentor de todo crítico amargado que se precie, es el hecho de reconocer que él mismo forma parte de la misma humanidad a la que detesta. 

Soy humano, con todo lo que ello conlleva.

Tú eres una mierda. Yo soy una mierda. Lo único que nos diferencia es que yo lo sé.

Un saludo, y tumorcitos malignos para todos.