El
Merodeador caminaba parsimonioso entre girones de niebla, canturreando una
melodía errática; la versión desfigurada
de una cancioncilla infantil que, de algún modo, había logrado
sobrevivir en su maltrecha memoria. Por
la claridad que se adivinaba a través de la cortina de bruma, supo que había
llegado el mediodía; no necesitaba echar
un rápido vistazo a su reloj para confirmar su acierto. En sus manos, el fusil
al que había bautizado como “Bambi” apuntaba hacia abajo, siempre cargado. Bien
era cierto que, en aquel mundo, las mayores amenazas se desplazaban al amparo
de la oscuridad. Pero el Merodeador, que había aprendido a recelar también de
aquellos que deambulaban en la neblina diurna, nunca bajaba la guardia del
todo. Ni siquiera con “él”.
Y es
que no estaba solo; a su lado caminaba un gato sin ojos. El Merodeador lo
llamaba “Gato”, porque, de tener nombre, nunca se lo había dicho. ¿Qué más
daría? Ni siquiera era un gato de verdad.
Gato
decía ser su único amigo, pero aquella era tan sólo una de las innumerables mentiras
que repetía sin cesar. El Merodeador sabía que era igual que el resto: una
criatura del Mundo Nuevo. También sabía que, en el fondo, le despreciaba y
temía tanto como sus enemigos, los que vivían en la oscuridad. Pero Gato
parecía inofensivo en gran medida, y a menudo tenía información muy útil para compartir.
Sin embargo, y como cabía esperar de una
forma de vida parasítica, Gato buscaba algo a cambio de sus servicios. El
Merodeador nunca tuvo problemas con ello, pues la criatura se nutría de algo
que a él le sobraba.
Paró
de cantar.
— ¿Pasa
algo? —preguntó Gato.
—No
—contestó el Merodeador, procurando no mirar las cuencas vacías en el rostro de
la criatura. Había oscuridad en ellas, y eso no le gustaba.
—No
has terminado la canción.
—Es
que no tenía ganas de cantar más.
Llegaron
al final de la senda, donde el bosque de hayas retrocedía y se abría en un
calvero amplio. Allí estaba, tal y como le había prometido el falso felino: un
pozo de piedra. Sobre él, un horcón de madera carcomida sujetaba una polea sin
cuerda.
—
¿Lo ves, Merodeador?
—Lo
veo, pero no oigo nada —respondió.
—Ven,
acércate.
Gato
trotó hasta el brocal del pozo y empezó a arañar la piedra con sus garras
negras, ronroneando. El Merodeador lo siguió con cierto escepticismo. Echó un
vistazo dentro, removiendo las sombras
con el cañón del fusil. Por el momento, nada peligroso se precipitó fuera del
abismo. Tampoco allí pudo escuchar gran cosa, salvo su propia respiración
reverberando entre los muros cubiertos de líquenes. Arrojó una pequeña piedra
al interior, esperando oír un chapoteo que jamás llegó. Tampoco escuchó el
golpe seco contra la fría roca. Ningún sonido salió del pozo.
—Gato…
—
¡Espera! —insistió la criatura—. Escucha con atención.
El
Merodeador le hizo caso. Se asió el fusil al hombro, posó ambas manos en el
borde y agachó la cabeza. Se mantuvo en aquella posición durante dos largos
minutos. Cuando estuvo a punto de dar el caso por perdido, el pozo empezó a
susurrarle. Por un momento, pensó que debía tratarse del murmurar de las aguas
en lo profundo. Pronto, el susurro dio paso a unos sollozos amortiguados.
Parecía que Gato tenía razón, después de todo.
—
¿Hay alguien ahí abajo?— preguntó el Merodeador, arrojando sus palabras a la
negrura.
El
lamento cesó, y una temblorosa voz se elevó desde las entrañas oscuras:
—Creo
que me he caído al pozo.
—Sí,
eso me ha parecido —dijo el Merodeador—. ¿Cómo te llamas?
—Aquí
abajo está muy oscuro… —siguió la voz, haciendo caso omiso a su pregunta— ¡Ayúdame
a salir!
El Merodeador
retrocedió unos pasos, cauteloso. ¿Y si se trataba de una trampa? Gato le
observaba con aquellos ojos inexistentes, lamiéndose los colmillos con
expectación. ¿Qué confianza le merecía una criatura que se vendía a tan bajo
precio?
— ¿Adónde
vas, Merodeador?
—Tengo
un rollo de cuerda en el coche. Ahora vuelvo.
El
Merodeador regresó al claro con una soga de sisal de treinta metros al hombro.
Empezó a desenrollarla y, no de muy buena gana, ató a uno de los extremos su
preciada lámpara.
—Voy
a bajar una cuerda con una lámpara atada —informó a la persona del pozo—.
Avísame cuando veas la luz, ¿vale?
—Sí,
sí. Por favor, date prisa.
Pasó
la cuerda por encima del horcón y empezó a soltar poco a poco, evitando
movimientos bruscos; no quería que la lámpara se rompiera al chocar contra las
paredes del pozo. Dejó que los metros de soga se deslizaran entre sus dedos. La
luz descendía, bañando las paredes del abismo en un fino anillo que se iba a
haciendo más y más pequeño. Aquello no tenía buena pinta, ¿tan profundo era el
maldito pozo? Cuando la cuerda no dio más de sí, el Merodeador buscó la luz de la lámpara en
las entrañas de la sima, sin éxito.
— ¿Puedes
ver la luz? —preguntó.
Al
principio no hubo respuesta, por lo menos no una verbal. El Merodeador percibió
movimiento en la cuerda al cabo de unos segundos. No se trataba de un simple balanceo: algún
tipo de fuerza la estaba moviendo deliberadamente. De nuevo, el lastimero
lamento llegó a la superficie, reptando desde las profundidades.
—Sí,
la veo —dijo, entre sollozos— La tengo justo enfrente de mí.
—
¿Puedes agarrarte a la cuerda? —preguntó el Merodeador.
—No
—contestó—. No tengo manos. Ni brazos.
El
Merodeador enarcó una ceja.
— ¿Por qué no lo has dicho antes?
—Porque
no lo sabía. No podía ver mi propio
cuerpo en la oscuridad.
—Vaya,
¿hay algo que pueda hacer para ayudarte?
—Sí
—asintió la voz—: aparta esta luz de mí. Y vete. Quiero estar a solas.
—Vale.
Hasta luego.
El
Merodeador recogió la cuerda y, acompañado por el falso felino, se alejó del pozo.Regresaron
al sendero, dejando atrás el claro y el llanto desconsolado. Gato se mantuvo en
silencio durante casi todo el camino de vuelta, pero el hombre sabía que seguía
expectante. Sabía que quería su premio. Aún sin tratarse de un descubrimiento
demasiado espectacular, tenía un acuerdo con la criatura. Si quería mantener
intacta aquella sociedad, debía cumplir con su palabra.
—Supongo
que estarás hambriento, Gato.
—Estoy
que me muero, Merodeador.
—Venga.
—Muy
bien. Espera que piense… —Gato frunció el ceño y pareció reflexionar
profundamente por unos instantes. Al final, una amplia sonrisa de colmillos
afilados se dibujó en su rostro. Por un momento, creyó distinguir un brillo
vivaz en el interior de aquellas cuencas circulares—. Ya la tengo: ¿alguna vez
has pensado en suicidarte?
El
Merodeador profirió una sonora carcajada.
—La
verdad es que no.
—Ah,
¿no? —Gato parecía sorprendido—. ¿Por qué?
—Esa
es una pregunta que puedes reservar para la próxima vez que nos encontremos,
Gato.