lunes, 26 de octubre de 2015

EL MERODEADOR: "LA COLINA SOLITARIA"

La colina solitaria seguía siendo uno de aquellos “lugares especiales”. De hecho, el Merodeador jamás daba por finalizada su ruta diaria sin culminarla. Era un lugar recóndito y solitario, peligrosamente alejado de su refugio, cerca de los límites de aquello que podía considerarse “territorio seguro”, al menos para alguien como él. Sin embargo, poco le importaba el riesgo, pues lo que más le asustaba, más incluso que la muerte, era olvidar. Si aquello pasaba, ¿qué lo diferenciaría de las criaturas del Mundo Nuevo?
Subió lentamente por la pendiente, hundiendo las punteras de las botas en la tierra húmeda, recorriendo los mismos surcos rojizos que había dejado en sus ascensos previos. A su alrededor, la bruma exhibía esa coloración amarillenta y tóxica que anunciaba la inminente llegada del ocaso. Lamentó no disponer de tanto tiempo como había deseado. En la cima, un árbol derribado le esperaba, extendiendo sus raíces desnudas como las patas de un gigantesco arácnido petrificado. Todo parecía envuelto por una mortaja de muda paciencia. “La mejor butaca en toda la sala”, pensó.
Con un quejido quedo producto de una extenuación acumulada a lo largo de todo el día, el Merodeador dejó caer su cuerpo sobre aquel asiento improvisado. Puso a Bambi sobre su regazo y contempló largamente el espacio vacío que había dejado a su izquierda, en el tronco. Sus dedos acariciaron la rugosidad de la corteza, pero fue incapaz de hallar cualquier atisbo de calidez. Respiró hondo y lo intentó nuevamente. El silencio de la colina le ayudó a concentrarse; necesitaba recordar. Cuando lo logró, el nudo en su pecho liberó un poco de tensión.
El recuerdo de unos dedos finos oprimiendo su brazo. La última brisa gentil del verano. El calor de una mejilla, presionando suavemente contra la palma de su mano.
El dolor regresó, y entonces se sintió aliviado. Después de todo, aquél no iba a ser el día en que olvidara.
—Sigues empeñado en aferrarte a un mundo que ya no existe —solía decirle el gato sin ojos—. ¿Tan difícil te resulta dejarte llevar por el nuevo?
—Hice una promesa —respondía siempre el Merodeador—. Allí arriba, en la colina. Hace mucho tiempo.
Si aquella promesa se rompía, sería la última parte que quedaba de él en desvanecerse; el estertor final del viejo mundo. El dolor desaparecería, sí; pero pasaría a ser como los demás. Entonces habría perdido.
—Ese lugar está muy cerca de su reino —solía advertirle a continuación el falso felino—. No te conviene acercarte tanto, Merodeador.
—Por favor, Gato: voy a empezar a creer que te preocupas por mí.
—Es que eres mi único amigo.
Puto mentiroso.
Apartó la mano de la corteza del árbol muerto. El dolor desapareció y el recuerdo se escapó como fina arena entre sus dedos. Volvió a sentir el peso del fusil sobre sus muslos. Sintió el aire viciado e inmóvil a su alrededor, cautivo de aquella terrible niebla. El Merodeador había regresado al Mundo Nuevo.




viernes, 16 de octubre de 2015

EL MERODEADOR: "EL GATO Y LA VOZ"

El Merodeador caminaba parsimonioso entre girones de niebla, canturreando una melodía errática;  la versión desfigurada de una cancioncilla infantil que, de algún modo, había logrado sobrevivir en su maltrecha memoria. Por la claridad que se adivinaba a través de la cortina de bruma, supo que había llegado el mediodía;  no necesitaba echar un rápido vistazo a su reloj para confirmar su acierto. En sus manos, el fusil al que había bautizado como “Bambi” apuntaba hacia abajo, siempre cargado. Bien era cierto que, en aquel mundo, las mayores amenazas se desplazaban al amparo de la oscuridad. Pero el Merodeador, que había aprendido a recelar también de aquellos que deambulaban en la neblina diurna, nunca bajaba la guardia del todo. Ni siquiera con “él”.
Y es que no estaba solo; a su lado caminaba un gato sin ojos. El Merodeador lo llamaba “Gato”, porque, de tener nombre, nunca se lo había dicho. ¿Qué más daría? Ni siquiera era un gato de verdad.
Gato decía ser su único amigo, pero aquella era tan sólo una de las innumerables mentiras que repetía sin cesar. El Merodeador sabía que era igual que el resto: una criatura del Mundo Nuevo. También sabía que, en el fondo, le despreciaba y temía tanto como sus enemigos, los que vivían en la oscuridad. Pero Gato parecía inofensivo en gran medida, y a menudo tenía información muy útil para compartir. Sin embargo,  y como cabía esperar de una forma de vida parasítica, Gato buscaba algo a cambio de sus servicios. El Merodeador nunca tuvo problemas con ello, pues la criatura se nutría de algo que a él le sobraba.
Paró de cantar.
— ¿Pasa algo? —preguntó Gato.
—No —contestó el Merodeador, procurando no mirar las cuencas vacías en el rostro de la criatura. Había oscuridad en ellas, y eso no le gustaba.
—No has terminado la canción.
—Es que no tenía ganas de cantar más.
Llegaron al final de la senda, donde el bosque de hayas retrocedía y se abría en un calvero amplio. Allí estaba, tal y como le había prometido el falso felino: un pozo de piedra. Sobre él, un horcón de madera carcomida sujetaba una polea sin cuerda.
— ¿Lo ves, Merodeador?
—Lo veo, pero no oigo nada —respondió.
—Ven, acércate.
Gato trotó hasta el brocal del pozo y empezó a arañar la piedra con sus garras negras, ronroneando. El Merodeador lo siguió con cierto escepticismo. Echó un vistazo dentro,  removiendo las sombras con el cañón del fusil. Por el momento, nada peligroso se precipitó fuera del abismo. Tampoco allí pudo escuchar gran cosa, salvo su propia respiración reverberando entre los muros cubiertos de líquenes. Arrojó una pequeña piedra al interior, esperando oír un chapoteo que jamás llegó. Tampoco escuchó el golpe seco contra la fría roca. Ningún sonido salió del pozo.
—Gato…
— ¡Espera! —insistió la criatura—. Escucha con atención.
El Merodeador le hizo caso. Se asió el fusil al hombro, posó ambas manos en el borde y agachó la cabeza. Se mantuvo en aquella posición durante dos largos minutos. Cuando estuvo a punto de dar el caso por perdido, el pozo empezó a susurrarle. Por un momento, pensó que debía tratarse del murmurar de las aguas en lo profundo. Pronto, el susurro dio paso a unos sollozos amortiguados. Parecía que Gato tenía razón, después de todo.
— ¿Hay alguien ahí abajo?— preguntó el Merodeador, arrojando sus palabras a la negrura.
El lamento cesó, y una temblorosa voz se elevó desde las entrañas oscuras:
—Creo que me he caído al pozo.
—Sí, eso me ha parecido —dijo el Merodeador—. ¿Cómo te llamas?
—Aquí abajo está muy oscuro… —siguió la voz, haciendo caso omiso a su pregunta— ¡Ayúdame a salir!
El Merodeador retrocedió unos pasos, cauteloso. ¿Y si se trataba de una trampa? Gato le observaba con aquellos ojos inexistentes, lamiéndose los colmillos con expectación. ¿Qué confianza le merecía una criatura que se vendía a tan bajo precio?
— ¿Adónde vas, Merodeador?
—Tengo un rollo de cuerda en el coche. Ahora vuelvo.
El Merodeador regresó al claro con una soga de sisal de treinta metros al hombro. Empezó a desenrollarla y, no de muy buena gana, ató a uno de los extremos su preciada lámpara.
—Voy a bajar una cuerda con una lámpara atada —informó a la persona del pozo—. Avísame cuando veas la luz, ¿vale?
—Sí, sí. Por favor, date prisa.
Pasó la cuerda por encima del horcón y empezó a soltar poco a poco, evitando movimientos bruscos; no quería que la lámpara se rompiera al chocar contra las paredes del pozo. Dejó que los metros de soga se deslizaran entre sus dedos. La luz descendía, bañando las paredes del abismo en un fino anillo que se iba a haciendo más y más pequeño. Aquello no tenía buena pinta, ¿tan profundo era el maldito pozo? Cuando la cuerda no dio más de sí,  el Merodeador buscó la luz de la lámpara en las entrañas de la sima, sin éxito.
— ¿Puedes ver la luz? —preguntó.
Al principio no hubo respuesta, por lo menos no una verbal. El Merodeador percibió movimiento en la cuerda al cabo de unos segundos.  No se trataba de un simple balanceo: algún tipo de fuerza la estaba moviendo deliberadamente. De nuevo, el lastimero lamento llegó a la superficie, reptando desde las profundidades.
—Sí, la veo —dijo, entre sollozos— La tengo justo enfrente de mí.
— ¿Puedes agarrarte a la cuerda? —preguntó el Merodeador.
—No —contestó—. No tengo manos. Ni brazos.
El Merodeador enarcó una ceja.
— ¿Por qué no lo has dicho antes?
—Porque no lo sabía.  No podía ver mi propio cuerpo en la oscuridad.
—Vaya, ¿hay algo que pueda hacer para ayudarte?
—Sí —asintió la voz—: aparta esta luz de mí. Y vete. Quiero estar a solas.
—Vale. Hasta luego.
El Merodeador recogió la cuerda y, acompañado por el falso felino, se alejó del pozo.Regresaron al sendero, dejando atrás el claro y el llanto desconsolado. Gato se mantuvo en silencio durante casi todo el camino de vuelta, pero el hombre sabía que seguía expectante. Sabía que quería su premio. Aún sin tratarse de un descubrimiento demasiado espectacular, tenía un acuerdo con la criatura. Si quería mantener intacta aquella sociedad, debía cumplir con su palabra.
—Supongo que estarás hambriento, Gato.
—Estoy que me muero, Merodeador.
—Venga.
—Muy bien. Espera que piense… —Gato frunció el ceño y pareció reflexionar profundamente por unos instantes. Al final, una amplia sonrisa de colmillos afilados se dibujó en su rostro. Por un momento, creyó distinguir un brillo vivaz en el interior de aquellas cuencas circulares—. Ya la tengo: ¿alguna vez has pensado en suicidarte?
El Merodeador profirió una sonora carcajada.
—La verdad es que no.
—Ah, ¿no? —Gato parecía sorprendido—. ¿Por qué?
—Esa es una pregunta que puedes reservar para la próxima vez que nos encontremos, Gato.





miércoles, 14 de octubre de 2015

EL MERODEADOR: "FELIZ CUMPLEAÑOS"


El vapor se elevaba desde la laguna de burbujeante orina que crecía frente a mis botas. Llegué a permitirme el lujo de exhalar un placentero “aaah” mientras el contenido de mi inflamada vejiga se derramaba sobre el asfalto, esparciéndose y colmando las intrincadas grietas que lo horadaban. Coño, después de todo, era mi cumpleaños; podía ser indulgente conmigo mismo por una vez en mucho tiempo. El chorro cesó, y unas últimas gotas centellearon bajo la luz de la lámpara antes de desaparecer en la inmensidad del charco.
“Feliz cumpleaños”, pensé.
Subí la cremallera y retrocedí hasta mi posición inicial, unos cinco metros  atrás, sentado sobre el capó del landbrawler que me había llevado hasta allí. La luz anaranjada de mi lámpara lamía los contornos de los pocos cuerpos visibles a mi alrededor. Una botella de whisky matarratas, un maltrecho y oxidado carrito de la compra, una farola inerte… Más allá de la zona iluminada, el mar de sombras se arremolinaba, deambulando como un celoso depredador que ronda a su presa, cavilando, pensando en la manera de ponerme las garras encima sin dejarme escapar.  
Reí a carcajadas. Agarré el cuello de la botella con dedos lánguidos y dejé caer el whisky por mi garganta a sonoros borbotones. Aquel veneno me proporcionó el calor que necesitaba aquella noche. Aparté el vidrio de mis labios y bajé la vista a mi reloj: las once menos veinticinco; todavía me quedaba cerca de hora y media por delante. Me sentí aliviado. Después de todo, todavía no había recibido a los invitados. Pero, ¿daría tiempo a soplar las velas? No quería que se repitiera lo del año anterior. No, ni hablar. Dejé la botella a un lado, sobre la superficie curva del capó, con mucho cuidado. Quería conservar la suficiente sobriedad para apagarlas todas de una vez.
Mi atención regresó al charco de orina que acababa de crear: seguía creciendo, extendiendo numerosos y negros tentáculos que descendían por una pendiente a penas perceptible, hasta abandonar la seguridad del círculo de luz. Ya faltaba muy poco, y mi depredador, la oscuridad furiosa, se impacientaba. Casi podía escucharla resoplar, frustrada, barriendo la tierra con las zarpas.
Prolongué la agónica espera unos minutos más, con una sonrisa burlona retorciéndose en mis labios bañados en alcohol. Después, comencé a girar muy lentamente la llave del gas.  La llama contenida en la lámpara empezó a menguar, haciendo cada vez más pequeño el círculo anaranjado entorno a mí. La oscuridad, antes constreñida por los límites de mi santuario luminoso, avanzó, devorando lo que, momentos atrás, había permanecido a salvo a la luz. Al final, la llamita azul que luchaba por sobrevivir dentro de la burbuja de cristal a penas alcanzaba a iluminarme las rodillas.
 Suficiente.
“Bambi” descansaba a mi lado, junto a una cajita de munición cargada con veintitrés balas. Veintitrés. Ni una más, ni una menos. Veintitrés velas a soplar. Después de todo, tenía  una tradición milenaria que respetar. Agarré a mi compañera con ambas manos, abrí el cerrojo con la delicadeza que una amante merece y deposité la primera bala en sus entrañas. Al cerrarla, el chasquido metálico llegó a mis oídos como un cálido gemido pre-orgásmico.
Sí, aquella iba a ser una gran noche. Pero todavía faltaba algo muy importante: los invitados.
Oprimí la cantonera contra mi axila, elevé el cañón y, por primera vez en aquel día tan especial, hablé en voz alta.

—Venid— dije.